VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Nostalgia

Víctor Fernández Navarro, 17 años

                 Colegio CEU Jesús María (Alicante)  

Las nubes que cubrían el cielo habían hecho desaparecer la sombra del muchacho, que caminaba por las calles desierta con su maleta. Las hojas de los árboles se mecían suavemente, forzando un susurro que le resultaba incómodo. Eran las cinco de la tarde y el único sonido que rompía el reposo del pueblo era el monótono traqueteo de su maleta azul. Pronto aquel ruido cambió: José había abandonado el empedrado del pueblo y deslizaba la maleta sobre un camino de tierra.

Se detuvo frente a la puerta del antiguo caserón. La inmensa puerta de madera atestiguaba que aquella había sido la residencia de los nobles más poderosos de la región. Se detuvo a observar la maltrecha fachada: los grandes ventanales con el oxidado enrejado, los balcones que asomaban amenazantes desde el segundo piso y que parecían sostenerse por arte de magia, el reloj de sol…

-Menuda estupidez -murmuró José-. ¡Como para saber qué hora es!

Siempre le había interesado la historia, pero entendía que hay una gran diferencia entre interesarse por quién había habitado aquella casa y vivir en ella rodeado por “artilugios estúpidos” como aquel reloj.

Maldijo, otra vez, aquella casa, esta vez por no tener timbre. No le quedó más remedio que utilizar otro “artilugio estúpido”, la aldaba, una mano de bronce que colgaba de la puerta.

El golpe retumbó por toda la casa. Una bandada de gorriones que anidaba entre la trepadora que colgaba del techo voló en todas las direcciones. A través de las grietas de la puerta de madera, José pudo apreciar que habían encendido la luz. Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió y su tía Marta le recibió con un fuerte abrazo. Juntos se dirigieron hacia el salón, en donde su tío Jorge estaba leyendo “El retrato de Dorian Gray” en una butaca. Tras saludarle, llevó su maleta hasta la habitación del desván.

Le gustaba el aire campestre de aquellos contornos para para desconectar del ritmo frenético de la ciudad. Durante unos días podría dedicarse a sus dos grandes pasiones: leer alguno de los libros de biblioteca de su tío y fotografiar el paisaje que se dominaba desde la escotilla del desván.

Deshizo la maleta, cogió su cámara y volvió escaleras abajo.

-Enseguida regreso -anunció a sus tíos-. Voy a sacar unas fotos antes de que empiece a llover.

-¡Cómo es este chico! -farfulló su tío tras oír el portazo-. Nunca está quieto.

-Tú eras igual a su edad -le reconvino su esposa con una sonrisa.

Al rato comenzó a chispear y José no tardó en aparecer de nuevo en la casa. Se fue directo a la biblioteca, convencido de que encontraría una buena novela. Siempre le había ocurrido: curioseaba las abarrotadas estanterías que recubrían las paredes y tomaba una novela al azar. Nunca le había decepcionado un libro de aquella sala.

El ritual se volvió a repetir; abrumado por la cantidad de volúmenes que ocupaban las paredes, empezó a recorrer la habitación, agudizando la vista para encontrar una nueva “presa”. Al rato percibió algo diferente; normalmente había sólo dos huecos en las estanterías: los que dejaban los libros que sus tíos, Jorge y Marta, leían en ese momento. Sin embargo, descubrió que esta vez eran tres los huecos. Pensaba en esto cuando el lomo de un libro le llamó la atención: “Las mil y una noches”. Comenzó a leerlo allí mismo, hasta que su tía le avisó de que era hora de cenar.

Pasó los siguientes días entretenido con aquel libro, charlando con su tío y, haciendo fotografías. Sentía que había nacido para plasmar hermosos paisajes, igual que lo había hecho su abuela pintando cuadros, algunos de los cuales pendían de las paredes del viejo caserón. Le gustaba contemplar un autorretrato de aquella mujer, en el que se distinguían algunos de los rasgos propios de la familia.

Cuando, el último de sus vacaciones, acudió a la biblioteca para devolver “Las mil y una noches”, se encontró con su tío, al que preguntó por el hueco de más en la estantería. El tío Jorge no se sorprendió de que su sobrino se hubiera dado cuenta, y le entregó un paquete en el que estaba el libro que faltaba. Desde la puerta, su tía le avisó de que el autobús estaba llegando. José guardó el paquete con el libro en su maleta, besó a su tia en las mejillas y corrió hasta la parada del autobús.

Con una sonrisa, aplastó la frente contra el cristal y perdió la vista en las manchas en las que se transformaban los árboles. Entonces recordó el paquete, lo buscó en su maleta y lo desenvolvió. Era un cuaderno antiguo con las hojas amarillentas. Observó la primera página y contempló, estupefacto, cómo, con elegante caligrafía, estaba escrito el nombre de su abuela. Se trataba de un diario que ella escribió cuando tenía su edad. Con delicadeza, pasó algunas páginas, hasta que se topó con algunas fotografías en las que se distinguía a su abuela, su madre y él cuando apenas era bebé. Emocionado, con los ojos humedecidos, se volvió en el asiento, y estampó de nuevo su frente sobre el cristal. Sus ojos buscaban algo, un último vistazo del viejo caserón. Lo descubrió en la lejanía, teñido de ocre, sobre la falda de la montaña.