XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

Obsesión musical 

Leandro Llanos, 15 años

 Colegio Santa Margarita (Perú)

Martín empezó a vestirse con el uniforme del colegio. Llevaba el pelo largo y despeinado. Su cuarto estaba decorado con descuido: las paredes contenían ilustraciones mal colgadas de músicos famosos, la cama estaba deshecha y en su escritorio reposaba un volumen de “La Odisea”. Estudiaba cuarto curso de secundaria, y aunque no le daba importancia al libro, se acordó del capítulo donde Odiseo se queda atrapado en la isla Ogigia. Allí se encontraba a la ninfa Calypso. Aunque él logró escapar de aquella tierra encantada, Calypso no pudo salir de aquel paraíso, en donde vivirá sola hasta el fin de los tiempos. 

–Si te demoras tanto no vas a llegar al colegio –le reclamó su mamá mientras miraba el desayuno que le había preparado, que se había quedado frío. 

–Ya me cambié –respondió Martín desde su habitación.

–Pues podrías levantarte más temprano –refunfuñó ella desde la cocina.

 –Está bien… Si no quieres que llegue tarde, me voy –respondió enojado Martín, que salió de la casa.

Desde quinto de primaria, Martín desatendía sus calificaciones escolares. La culpa era de la música, aunque él la consideraba un elemento de libertad. Todo empezó cuando su tía le regaló una guitarra por su décimo cumpleaños, una Squier by Fender de mástil y cuerpo anaranjado, salvo los bordes, que eran negros, con una fina línea color rojo. Poco a poco las yemas de sus dedos aprendieron a pisar las cuerdas, a deslizarse por los trastes, a rasgar y a puntear, hasta que Martín fue capaz de firmar su primera composición. Sus padres, sorprendidos ante aquel desconocido talento, lo inscribieron en una academia, a la que el niño acudía tres veces por semana después de la jornada escolar. 

En la academia, Alfredo Villalba, su profesor, le remarcaba la importancia de la práctica para dominar el instrumento. Esa dedicación suplantó a los estudios e hizo que Martín no tuviera amigos. Sus compañeros lo tachaban de raro y atípico, y se alejaban de él a causa de su carácter bohemio e introvertido.

Durante las clases Martín apenas prestaba atención, pues ponía la cabeza en la academia. Durante los recreos repasaba sus composiciones musicales, intentando agregar segmentos nuevos aunque en esos momentos no tuviera la guitarra en sus manos. Contemplaba el pizarrón de la clase como si fuera un tormento.

Una tarde, al finalizar la jornada, Martín se encontró con un afiche que presentaba un show de talentos. Se iba a celebrar en el anfiteatro del colegio la siguiente semana. Echó a correr hacia su casa, para que sus padres supieran que se iba a inscribir.

–Deberías ser consciente –le dijo su papá con voz grave– de que apenas te quedan un año y unos meses para finalizar tus estudios escolares. Además, sé que tienes exámenes la próxima semana y tus calificaciones no son buenas. Entonces, ¿crees prudente gastar tu tiempo en ese show musical vez de pensar en tu futuro? 

–Martín, hemos pensado que debes dejar la guitarra por un tiempo.

–¿Acaso les gustaría que prescindiera de lo único que me hace feliz? –les interrogó con angustia.

–Si participas en ese circo, despídete de la música para siempre –zanjó su padre–. Pon tus prioridades donde deben de estar.

Martín ignoró aquellas advertencias y usó el tiempo de estudio para practicar la que iba a ser su actuación. 

El día del show, sus dedos se movieron con agilidad sobre la guitarra. El repertorio que había elegido era de su autoría, desde improvisaciones hasta segmentos alternativos, todo con acordes propios del rock y el jazz

Eufórico, Martín tocó el último acorde. Ante los focos, su preciada guitarra lanzó un brilló que se mezcló con los aplausos y vítores del público. Al elevar la mirada, el artista descubrió a su madre, que lloraba en una de las últimas butacas del anfiteatro. Pero aquella felicidad se convirtió en pavor cuando vio a su padre, que bajaba irritado las escaleras laterales. Cuando lo vio subir al escenario, el chico buscó excusarse de cualquier manera, pero su papá tomó la guitarra por el mástil y la azotó contra el suelo. 

Martín enrojeció de vergüenza, ya que estaban presentes todos sus compañeros. Sin embargo, enseguida se repuso al razonar que no tenía sentido aquel apego desmedido por la música, pues lo mantenía prisionero en un mundo propio, solitario, que había generado una imagen de él que no le gustaba. El desorden en el empleo de la guitarra era su prisión, su isla de Ogigia. 

–Tenías razón, papá. Prometo estudiar en serio y mejorar mis calificaciones. Discúlpame, por favor. 

El padre fue capaz de serenarse.

–De ser así, en cuanto tus calificaciones demuestren ese compromiso, te prometo que volverás a tener una guitarra.

Y se abrazaron, sin que el público presente entendiera la razón de aquellos comportamientos.