II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Ochenta y ocho teclas

Mª Lourdes García Trigo, 16 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

    Negro, brillante, impecable, dormía silencioso en el espléndido salón. Sus cuerdas, perfectamente tensadas, el martillo unido a la tecla, preparado. Debajo de la tapa, teclas blancas inmaculadas, negras mate, aguardando una mano firme y a la vez dulce que las haga bailar, moverse, brincar y percutir las cuerdas para que su sonido se escape y penetre en los oídos de los despistados oyentes. Un reloj da tres campanadas y el silencio envuelve de nuevo el dormido salón.

    Los años pasaron. Tormentas, lluvias, calores y nieves se sucedieron y cubrieron de polvo el preciado instrumento. El negro brillante apenas se veía. Las cuerdas, cansadas de esperar, se aflojaron. Bruscos cambios de temperatura resquebrajaron la madera. El piano se agrietó, pero ahí seguía él, firme, guardando el inmenso salón. Esperando, siempre esperando.

    Y, por fin, aquel día llegó. Un gritito infantil rompió el ancestral silencio. Los muebles crujieron inesperadamente, como despertando de un profundo sueño. Una nube de polvo cayó de la puerta al abrirse. En el umbral apareció una pequeña figura. Se adentró en el salón, temblorosa. Grandes cuadros con marcos dorados la observaban a través de gruesas capas de polvo. Su mirada chocó con el inmenso piano negro. Se acercó a él y subió con dificultad a la banqueta. Sus piececitos no llegaban al suelo. La niña abrió lentamente la tapa del piano. Sus ojos se abrieron de asombro al ver las teclas ante ella. Todas, ochenta y ocho, negras y blancas. Las acarició y apoyó, inocente e inconscientemente, un dedo regordete sobre una de ellas. El antiguo mecanismo se puso en marcha tras un crujido, y una cuerda mal tensada vibró. Desapareció todo el miedo en el semblante de la niña. Alegre, risueña, alternaba dedos para descubrir nuevos sonidos entre las teclas. El anciano piano había despertado.

    Desde mi terraza la oigo todavía. Han pasado muchos años. Aquella niña creció sin separarse del piano. Ni siquiera lo afinó. Ahora, con el pelo canoso y las articulaciones cansadas sigue probando distintos sonidos, extravagantes combinaciones sobre el destemplado piano. Sus claros ojos han dejado de ver las teclas. Pero, cosa extraña, todavía la veo sonreír con inocencia de niña pequeña.