XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Ojos achinados y
sonrisa sincera 

Núria Franco, 15 años

                    Colegio La Vall (Barcelona)  

Cuando estaba dirigiéndome a clase por el pasillo de mi edificio, escuché a una compañera insultar de broma a otra con estas palabras: «Eres una retrasada, una mongola mental».

Me sentí ofendida, aunque comprendo el desconocimiento de aquella muchacha (el desconocimiento de la mayoría de la población) acerca del retraso o del síndrome de Down, al que no hace muchos años se llamaba «mongolismo» por la semejanza en los rasgos de esas personas con los de los habitantes del inmenso país asiático.

Es una realidad que entre nosotros hablamos, muchas veces, sin pensar en lo que decimos, sin ser conscientes de que con ese tipo de licencias nos burlamos de personas que no tienen capacidad para defenderse.

Mi sentimento de ofensa, claro, está muy vinculado a mi hermana pequeña, Meritxell, que tiene esa discapacidad: el síndrome de Down. Este tipo de personas siguen despertando recelos entre alguna gente, aunque se deba al desconocimiento de la realidad. Sí, tienen dificultades para la orientación, es decir, no tienen autonomía para llegar a los sitios por sí solas; también les cuesta el cálculo: para hacer sumas necesitan la ayuda de una calculadora; les supone un esfuerzo la coordinación corporal, la comprensión, la lectura… Pero aunque tengan una inteligencia más limitada, no significa que se les deba privar de oportunidades. De hecho, en los últimos años hemos conocido el caso de Bárbara (Bibi) Wetzel, que a sus quince años ha sido ganadora en el mundial de gimnasia para personas con síndrome de Down, o el caso de Madeline Stuart, que a sus dieciocho es modelo y ha triunfado en las pasarelas de grandes ciudades como Nueva York.

Muchas personas con capacidades diferentes o con diversidad funcional son capaces de cuidar a los demás y de realizar diferentes tareas en múltiples lugares de trabajo. En definitiva, saben ser felices con sus quehaceres diarios y siempre transmiten amor. En mi colegio, por ejemplo, trabaja Ana, una chica con trisonomía 21 que, junto a las otras cocineras, organiza las bandejas, hace los bocadillos del desayuno, pone las mesas del comedor de profesoras… siempre con una sonrisa, especialmente si ha ganado el Barça. Mi primo Pablo, que también tiene esta discapacidad, es jardinero, a plena luz del sol y sin quejarse.

Hasta el siglo XIX no se entendía el síndrome de Down. Mucha gente pensaba que era una maldición, un castigo que tuvieras un familiar discapacitado. Incluso se los llegaba a matar de bebés, se los abandonaba u ocultaba, como si se trataran de una vergüenza para la familia. Incluso hoy, en algunos rincones del mundo, siguen produciendo rechazo.

Cuando mis padres conocieron la noticia, no tuvieron miedo de tener y acoger a una hija con síndrome de Down. Ambos se habían conocido en la carrera de educación especial y cuentan con un sobrino con esta discapacidad. Además, mi padre había colaborado en los inicios de Talita, una fundación que ayuda a las familias con algún miembro con discapacidades psíquicas.

Sin embargo, la sociedad no termina de acogerlos, pues despiertan miedo ante las incertidumbres del futuro, sobre qué será de ellos cuando sus padres mueran. Quizá no sepan que la mayoría de las personas con síndrome de Down alegran la vida a quienes les rodean, ya que tienen una maravillosa capacidad para identificar cuándo alguien está triste o tiene algún problema. Animan a los demás con un montón de abrazos y besos, pues suelen ser personas abiertas que eliminan toda clase de tensiones con su espontaneidad. Por ejemplo, cuando llego a casa después del colegio, lo que más me reconforta son los besitos de mi hermana ante la emoción que se le despierta al verme.

No todo el mundo sabe que el Síndrome de Down no es una enfermedad, aunque muchos niños con esta discapacidad tengan enfermedades: la mitad trae al nacer una cardiopatía congénita. Meritxell, por ejemplo, pasó de recién nacida casi tres meses en el Hospital San Juan de Dios, debatiéndose entre la vida y la muerte, lo que nos ayudó a quererla todavía más.

Por eso, animo a cambiar la mirada sobre las personas de ojos achinados y sonrisa sincera, que no son retrasados ni, mucho menos, mongoles mentales.