VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Olimpia, 1.456 A.C.

María Campillos, 17 años

                Colegio Senara (Madrid)  

Los primeros rayos de sol entran a través de los enormes ventanales cubiertos por finas telas de diversos colores, uniéndose en perfecta armonía con los reposteros de las paredes. Los suelos, cubiertos con pieles, evitan el paso del frio. Rodeando la habitación, formidables muebles venecianos guardan las más ricas telas de toda la región. En el centro del cuarto, en una majestuosa cama de mullidos almohadones de plumas, placenteros cojines y delicadas sábanas, descansa Ismene, la bella hija del Gobernador de Olimpia.

Los destellos procedentes del dios Sol iluminan su rostro. Se levanta con movimientos ágiles y coge su hermosa túnica persa. Con paso lento y algo cansado, se dirige hacia una de las ventanas observando el fastuoso jardín. Oye el ruido del agua cayendo en la fuente, el piar de los pájaros y siente la suave brisa procedente del mar. De repente algo enturbia su silencio. Es Lucinda, su sirvienta. Fue comprada como esclava y más tarde, al ganarse su confianza, pasó a ser su ama. A pleno grito le reprocha que aún no se haya arreglado para el gran acontecimiento en el que deberá estar presente junto al gobernador: en ese día se festejan las primeras olimpiadas de la historia.

Las firmes órdenes dadas por Lucinda ponen en activo a criados, sirvientes y personal de servicio. Con rapidez se sienta en uno de los grandes divanes ubicados en su aposento. Acelerados y precisos movimientos del mejor maquillador de todo Egipto, convierten su hermosa cara en la de una divinidad. Su bonita mata de pelo cae ondulada sobre su espalda. Sus brazos y cuello reciben el adorno de las más ostentosas alhajas del país.

La despojan de su camisón y la visten con las mejores galas de la comarca. Un fastuoso vestido blanco inmaculado cruzado por el cuello, una hermosísima pasmina azul lapislázuli cubriendo sus delgados hombros y unas bonitas sandalias tunecinas. Como última pincelada, unos toques con perfume procedente de Asia menor. Está perfecta, parece una verdadera diosa griega por la que se hubieran declarado guerras.

Con paso armonioso y protocolario sale al átrio donde le aguarda su padre, que al contemplarla bajar las escaleras con la misma elegancia de su madre, no puede evitar compararla con ella.

Salió toda la comitiva en dirección a la ciudad olímpica, que no distaba mucho del palacio. A través del carruaje observan con desconcierto cómo la gente de los pueblos, los campesinos y comerciantes se acercan a la calzada dejando sus quehaceres con el único fin de ver la comitiva.

Al llegar al recinto olímpico, el ambiente festivo se palpa en cada esquina, en cada templo, en cada deportista. Se dirigen, como es costumbre, al templo que presidía y custodiaba la ciudad. El magnánimo templo dedicado al dios Zeus, en cuyo interior una colosal estatua de bronce y oro les da la bienvenida y les hace ver, entre otras cosas, quién es el dios dominante.

Tras los ritos oportunos y los actos protocolarios, el cortejo presidencial, encabezado por el Emperador y el gobernador de Olimpia, se dirigie al Estadio donde se disputarán las competiciones.

Toman asiento el la zona reservada para las más altas celebridades de la polis griega, familias de alta cuna y personalidades que se habían labrado su reputación y fama. Las olimpiadas se habían previsto, aparte de para conmemorar victorias, para dar a conocer a las jóvenes en edad de casamiento de las familias más adineradas.

A lo lejos, con una música interpretada por la orquesta del Estadio, aparecen los atletas, todos ellos con una túnica blanca ceñida a la cintura. Con paso lento y ceremonioso, se dirigen hacía los bancos donde se despojan de sus vestiduras y dejan al descubierto un cuerpo de dimensiones perfectas como las trazadas por Praxíteles, apolíneo y de fuerza hercúlea. Al sonido de la pita, los corredores se colocan en posición, cada uno en su respectiva calle, esperando la orden de salida.

Sus caras lo dicen todo: preocupación, seguridad, emoción, angustia, serenidad... Trescientos metros distancian la salida de la meta. Trescientos metros en los que se puede conseguir la gloria de una omnipotencia terrestre, un ser divino. Los corredores pueden ser colmados de gloria o, por el contrario, acabar en el olvido.

Con sumo cuidado, Ismene se va fijando en todos y cada uno de los corredores. No quiere que la descubran ¡Qué pensarían de la hija del gobernador!

Todos son apuestos pero hay uno que la llama particularmente la atención. Se trata de Lefterix, hijo de Nicodemo de Esparta, un chico de buena familia que se dedica al deporte y a las letras. En sus ratos libres le gusta pasar por el ágora y filosofar con alguno de los pensadores de la época.

Concentrado, sale de los primeros y mantiene un ritmo constante y frenético. Pelea por un sueño, su sueño. La meta se ve lejana, imposible de alcanzar sin que le alcance alguno de los velocistas que junto a el compiten por el mismo fin.

Pero llega a la meta, exausto, y consigue su tan preciado objetivo. De camino al pódium, al pasar junto a Ismene, disminuye su ágil y veloz paso, torna la cabeza y, con una leve pero significativa sonrisa, le dedica la victoria de estas olimpiadas, provocando en ella un complaciente matiz grana en las mejillas.

Ya no era Lefterix, sino un dios colmado de gracia, popularidad y fortuna que, tiempo después, contraería matrimonio con la hermosa hija del gobernador.