V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Otra oportunidad

María Ros, 15 años

                 Colegui La Vall (Barcelona)  

La había atropellado. Era una niña de cinco o seis años que había cruzado la calle de repente. No tuve tiempo de frenar. Fue horrible verla tendida, con la sangre fluyendo por la boca. Me llevé las manos a la cabeza, con una mezcla de desesperación, confusión y dolor. No sabía qué hacer. Sus ojos seguían abiertos, pero estaba muerta. Me arrodillé junto a ella y empecé a llorar. Entonces llegó una ambulancia. Eso me hizo reaccionar. Pronto vendría la policía para detenerme.

Sopesé mis posibilidades de huida. Pero antes de decidirme, me encontré rodeado de agentes. Levanté las manos con gesto de sorpresa y me esposaron.

Entré en el coche patrulla y nos dirigimos directos a la cárcel. Una vez allí me metieron en una sala de paredes grises, sin más mobiliario que una mesa de metal y un par de sillas. Me obligaron a sentarme, con las manos aún esposadas. Estuve esperando cerca de dos horas. Estaba destrozado por la muerte de esa inocente chiquilla.

Lo había hecho sin querer y no podía desahogarme con nadie. Observé a los dos policías que custodiaban la puerta. Llevaban pistolas y porras. Así que esperé.

Por fin entró un hombre trajeado. Supuse que era un abogado. Me hizo un sinfín de preguntas sobre mí y lo que había pasado. Contesté con monosílabos, sin fuerzas para mejorar mis respuestas.

Me llevaron al calabozo, en donde me quitaron las esposas. Me senté en una de las dos camas que había y me puse a rumiar todos los sucesos de aquel día... Después de desayunar cogí el coche para ir a casa de unos amigos con los que iba a jugar al fútbol. Teníamos pensado comer en un restaurante lujoso e ir al cine por la tarde. Pero acabé en la cárcel.

Intenté dormir. Mis sueños se poblaron de pesadillas, hasta que me desperté bañado en sudor. Alguien me habló desde las sombras:

-¿Estas bien? -era una voz amable, ronca y quebrada.

Me quedé mudo del asombro. Pensaba que estaba solo.

Era mayor, de unos setenta años, pero suficientemente ágil como para asomarse a mi litera.

-Te he oído hablar en sueños. Parecías desesperado. ¿Puedo ayudarte en algo?

-No, gracias -le contesté, receloso.

-¿Quién era ella? -insisitió-. Me refiero a la niña que ha muerto.

Empecé a maldecir en voz baja.

-No lo sé -dije, estremeciéndome al darme cuenta de que había atropellado a una niña que ni siquiera conocía.

El viejo se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y con el semblante pensativo. No dijo nada durante un buen rato.

Al fin suspiró y empezó a hablar:

-No sé qué te ha pasado, chico, ni tampoco me concierne, pero a juzgar por lo que te he oído decir, me hago una idea. Has atropellado a una niña sin querer y te sientes culpable, con razón, pero necesitas seguir con tu vida.

Y si no sabes cómo, piensa que ya que le has arrebatado su futuro, debes aprovechar al máximo el tuyo -hizo ademán de levantarse, pero se giró para

añadir-: ¡Ah!, permíteme un consejo: te recomiendo que busques a su familia y les pidas perdón. Cargas con la condena que se te imponga y asume toda la responsabilidad.

Dio un brinco y subió a su cama.

Es curioso como en un momento puede cambiarte la vida de forma inesperada.

Las cosas urgentes que tenía para aquel día, en la cárcel ya no tenían sentido. En el fondo, aquella niña dio sentido a mi vida.