III Edición
Curso 2006 - 2007
Pastora
Macarena Guerrero Cotrina, 14 años
Colegio Entreolivos, (Sevilla)
Durante tres mañanas a la semana, hacia las once, llegaba al portal número dos una mujer uniformada de azul y blanco. Todos los vecinos la conocían: era la limpiadora del piso de Pastora, una pobre anciana que sufría el síndrome de Diógenes, es decir, que acumulaba y esparcía basura por las habitaciones de su hogar. Lo peor de esta enfermedad es que no dejas que te ayuden, porque no deseas limpiarlo, y al final acabas intoxicado, pero haces como que no pasa nada cuando te preguntan o –incluso- no sabes lo que te ocurre.
El portal número dos pertenecía a un bloque de pisos de una calle estrecha y poco transitada, que desembocaba en un callejón sin salida. La mayoría de los vecinos eran inmigrantes. Pastora iba a los contenedores que había al final del callejón, para recoger basura, sobre todo los lunes, después de las fiestas del fin de semana, porque en su bloque se alquilaban pisos para los sábados y domingos.
-Buenos días Pastora –le saludó la mujer uniformada-. ¿Cómo está usted hoy?
-Muy bien, hija. ¿Cómo quieres que esté? Ya te he dicho que no vengas más, porque no necesito que me ayuden. Mi casa no precisa limpieza, está muy bien así. Y si viene para hacerme compañía, tampoco hace falta que te molestes.
-¿Pero ha visto las manchas negras que hay en las paredes y en el techo? En cualquier momento se va a caer la pared. ¿Y sabe usted la causa? La basura. Si me deja limpiar dejaré su casa como nueva y podrá vivir mejor. ¡Y déjeme que abra las ventanas, Pastora, que se ventile el piso para que pueda usted respirar mejor y para que entre la luz, que está ya muy mayor!
La anciana se revolvió en su butaca.
-Escucha, moza: yo no quiero ayuda ni consejos. Cógete el dinero y márchate, porque aquí no hay nada que limpiar.
-Pero, Pastora, cómo puedes decir eso. Un día más, tienes las habitaciones llenas de basura.
-¡Que no! –insistía-. Vete ya.
-Lo siento, pero yo no le puedo dejar sola entre toda esta porquería. Ahora mismo llamo a mis compañeras, y entre ellas y yo te limpiamos todo esto.
-No lo conseguirás. Dentro de unos días vendrá mi hija desde Londres y me ayudará, y me hará compañía y ella será la que me limpie el piso, no ustedes. ¡Qué ganas tengo de que venga ya!
***
Pasaron los meses. Pastora esperaba ansiosa la llegada de su hija. Necesitaba verla y achucharla. Pastora sólo la quería a ella.
Representantes del ayuntamiento acudieron a su casa y determinaron que no podía vivir en esas condiciones, porque tarde o temprano iba a enfermar gravemente. La llevaron a la fuerza hasta un asilo, donde pasó el resto de su vida. Después de su muerte, una joven acudió a la residencia de ancianos.
-Buenas tardes. Vengo a visitar a una mujer que se llama Pastora. Me han dicho que vive aquí desde hace dos años.
-Siento comunicarle que aquí no hay ninguna anciana que se llame Pastora –le dijo una funcionaria-. Se habrá equivocado de asilo. Lo siento.
-¿Podría mirar en sus registros? Soy su hija y desde los dieciocho años no la veo. No pensaba venir, porque me enfadé con ella, pero mire, me he arrepentido, porque quiera o no quiera, ella es mi madre.
La encargada de la residencia la observó unos instantes.
-Permíteme que le haga una pregunta, aunque no sea de mi incumbencia: ¿por qué se enfadó con ella?
-Cuando comencé a trabajar, ella me pedía dinero. No se lo di, porque necesitaba todos mis ahorros para independizarme.
-¡Oh! –exclamó con el dedo sobre las páginas del registro-. El año pasado falleció una tal Pastora, pero no se si será su madre. Padecía una enfermedad mental, de acumular basura. Por eso la trajeron aquí.
La muchacha rompió a llorar.
-Siento tanto haber vivido ofuscada durante los últimos años. Ni siquiera fui capaz de acompañarla en sus últimos momentos –se secó las lágrimas con un pañuelo de papel-. Escúcheme, por lo que más quiera: nunca desprecie a su madre. Si alguna vez tienen problemas entre ustedes, deben solucionarlos. Si lo dejan para más tarde, puede que les ocurra lo mismo que a mí.