III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Peces de colores y coral

Blanca Gaig, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

    Podía pasarse horas delante de la tela sin dar una sola pincelada, sólo contemplándola. A ella. A la nada. Al mar.

    Era un hombre de costumbres. Cada día igual. En el mismo lugar, a la misma hora, sentado sobre el mismo taburete. Y siempre rodeado de esa aura melancólica que tanto le caracterizaba.

    Unos dicen que era un ángel. Otros que era un pequeño dios. Y otros, lo más listos, no dicen nada. Simplemente callan y observan.

    A primera vista parecía un tipo vulgar, con su camisa de cuadros, los pantalones andrajosos y unas sandalias viejas. Fuese verano o invierno, siempre calzaba igual. Con el lienzo delante y los tubos de colores preparados, como buen artista esperaba la inspiración. Jamás ella tenía que aguardarle a él. Y hoy parecía que no estaba dispuesta a venir.

    <<Se habrá entretenido>>, pensó él. Y se marchó.

    El mar estaba enfadado. Demasiado, incluso. Y descargaba toda su ira sobre las rocas. Era temprano. Muy temprano. Tan temprano que los marineros todavía estaban en las playas de una isla desconocida en donde el mar se encontraba sereno, plano, inmóvil. A través del agua se podía ver con claridad el fondo marino. Peces de colores y corales lo adornaban todo.

    Sin motivo alguno, el hombre comenzó a llorar. ¡Había llegado! Levantó la mano y con pulso de cirujano trazó unas finas líneas doradas sobre el lienzo. El silencio gobernaba la isla. El silencio y él.

    Anochecía y el cielo bostezaba una fuerte ventisca. El hombre se levantó y suspiró. Estaba satisfecho. Lo había conseguido. Arte. Y había logrado lo más difícil: expresarlo para transmitirlo.

    Era un pintor enamorado. ¿Qué le vamos a hacer? Era un pintor locamente enamorado. Enamorado de ella, de la nada, de la vida. Del mar.