XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Pensamientos de un ser
con bigote  

Beatriz Ros Yepes

 Colegio Senara (Madrid) 

Estaba muy contento consigo mismo: había conseguido todo aquello a lo que había aspirado. Su padre habría estado orgulloso de él si no hubiese fallecido de un paro cardiaco años atrás. Se sentía completamente realizado. Se sentía un hombre de una sola pieza.

Era muy puntual: jamás llegaba tarde, pasara lo que pasase. Juzgaba la puntualidad tan necesaria para él como para los ingleses es el té de las cinco o como la siesta para mi padre.

Era muy elegante, pero no como sus compañeros de oficina, que vestían de oscuro y llevaban carísimos cinturones de cuero. Él prefería los trajes de muaré o de tweed, como uno gris que usaba casi siempre.

Era muy trabajador. Cuando los empresarios llegaban a su oficina descubrían que él llevaba ya horas en marcha. Y cuando todos se iban, él seguía ahí dale que te pego. Corrían rumores de que nunca dormía y, la verdad, no andaban muy equivocados. Para sus compañeros se había convertido en el punto de referencia: todos vigilaban sus movimientos. Eso le gustaba; disfrutaba al ver que sus iguales eran ignorados por los mandos inferiores, que acudían directamente a él.

Solo había una cosa que no le gustaba de sí mismo, algo así como un tonto complejo adolescente: su bigote. Ansiaba conseguir un bigote perfecto, por lo que cada día dedicaba horas a colocárselo correctamente. Pero, cuando al fin lo conseguía, no pasaba ni un minuto y el mostacho ya se le había despeinado.

Por fin, el esperado momento llegó. Cuando empezó con su rutina de trabajo notó que su bigote no se había descolocado, estaba fijo, quieto. No sabía cómo había pasado, pero se alegró enormemente. Cuando la oficina comenzó a llenarse, se dio cuenta de que todo el mundo le contemplaba extrañado y con un poco de enojo en los ojos. No sabía qué ocurría para que la gente se detuviese a escudriñarlo de aquella forma. Se asustó, pensando que el bigote se le había vuelto a despeinar, pero no era así. Poco a poco, con el paso de los días, la gente dejó de mirarle y no pudo sentirse más triste. Lo peor era que no sabía el motivo. ¿Es que acaso a la gente no le gustaba la forma de su nuevo bigote?

Al acabar la semana estaba totalmente deprimido. Sus compañeros le observaban burlones, diciéndose que lo que había ocurrido era de esperar, pero seguía sin comprender qué era aquello que había que esperar. Al fin lo descubrió, a las cuatro de la tarde del viernes. Antes de que todos abandonasen el trabajo, apareció el conserje, Roberto, un hombre grande y desagradable con aspecto de bulldog. El tipo lo cogió con fuerza y, sacándolo de su puesto habitual de trabajo, lo llevó a la calle, donde lo tiró a un contenedor.

Se quedó quieto, sin saber cómo reaccionar. ¿Qué estaba pasando? ¿Le habían despedido? ¿Qué habían visto en él, justo cuando llevaba el bigote impecable? Esto se preguntaba el elegante reloj que había ocupado la pared en la oficina de una famosa empresa de publicidad, tirado en aquel momento entre basuras. Se culpó a sí mismo, pensando que algo habría hecho para merecer tal suerte, sin darse cuenta de que el verdadero culpable había sido su hermoso bigote —unas agujas horarias—, que había dejado de moverse.