VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Pesadillas hechas realidad

Carlota Ciudad, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Desde que somos pequeños, vamos descubriendo cuál es el peor lugar en el que podemos estar. Muchos dicen que es el dentista, esa sala en la que se sienten sólo dolores. Otros, la sala de espera de un hospital para que te hagan un análisis de sangre.

Yo coincido con los últimos. El peor lugar en el que puedo estar es en la sala de espera de un hospital, pero no para hacerme un análisis. En estos momentos, la aguja es el menor de mis temores. Lo peor que me puede pasar a mí, y seguramente a todos los padres, es esperar el resultado de una operación en donde la vida de tu hijo depende de cómo maneje un bisturí un desconocido.

Yo ya he estado aquí porque a mi hijo Pablo ya le han intervenido antes. De las amígdalas con ocho años, de apendicitis con diez. Incluso, una vez, le pusieron clavos en la muñeca derecha al rompérsela jugando a rugby con dieciséis.

Pero ahora mi malestar no tiene que ver con una muñeca rota ni con una infección del apéndice. Pablo ha tenido un accidente de coche y todo se debe a mi culpa. Mi mujer no deja de repetirme que no me atormente, pero ¿cómo no voy a echármelo en cara si Pablo estaba hablando por teléfono conmigo mientras conducía?

Eran las tres de la madrugada. Pablo venía hacia casa cuando le llamé. Lo hice porque ya tendría que haber llegado. Comencé a gritarle. Había sido un día duro para mí: las cosas en mi empresa no van bien y acababa de despedir a seis personas, lo que me había dejado en un estado alicaído.

Pablo se disculpó. Me dijo que ya estaba llegando, que no me preocupara cuando, de repente, le escuché profesir un taco. Estaba a punto de reñirle por su vocabulario cuando me llegó el chirriante sonido de las ruedas derrapando en el asfalto. Segundos después, se cortó la conexión.

Le llamé de nuevo, pero no me lo cogió. Saltaba el contestador diciendo que su móvil no estaba disponible en ese momento. Me puse nervioso, mucho más nervioso de lo que estaba antes, pero era un tipo de nervios diferente. Presentía que había pasado lo peor. Mis manos se helaron sin razón aparente y empecé a escuchar un molesto pitido en los oídos. Después de unos momentos, volvió a sonar el teléfono, pero no era mi hijo sino un hombre desconocido que me preguntó si era el padre de Pablo Marqués. Asentí sin caer en la cuenta que el hombre del otro lado de la línea no podía verme. Sus siguientes palabras parecieron hacer eco en mi cabeza: “señor Marqués, siento decirle que su hijo ha sufrifo un accidente y se encuentra en estado crítico. Le hemos trasladado al hospital San Juan de Dios...” Las siguientes palabras ya no las escuché.

Corrí a mi habitación, en donde dormía plácidamente mi mujer. La desperté mientras me iba vistiendo y me ponía los zapatos. A ella se le abrieron los párpados y se le escapó un jadeo de la boca. Después se levantó y se vistió. En otro momento me habría hecho gracia que se hubiese preparado tan deprisa cuando, normalmente, tardaba tanto en arreglarse.

Llegamos al hospital a la carrera y nos dirigimos a urgencias. Un médico nos interceptó al reconocernos como a los padres de Pablo. Nos explicó lo que había pasado. Pablo estaba hablando por teléfono cuando se saltó un semáforo en rojo. A punto estuvo de arrollar a una moto. Al evitarla con un volantazo, su automóvil se estampó contra un muro. Se había roto cuatro costillas, tenía una fuerte conmoción cerebral y los huesos de las piernas destrozados. No sabía si sobreviviría.

En ese momento empecé a llorar. No me importaba que me viera todo el mundo; en esos momentos sólo me importaba mi hijo, al que podía haber causado la muerte. Sentí los brazos de mi mujer abrazándome mientras nos acompañaban a un banco. Ella no derramó ninguna lágrima. Era tan fuerte...

Vuelvo al presente al ver llegar al doctor. Nos mira con expresión indescifrable.

-Señores Marqués, me alegro de comunicarles que su hijo ha sobrevivido.