VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Por ella y por mí

Marta Cabañero, 16 años

                 Colegio Iale (Valencia)  

Fernando acarició dulcemente la foto con sus envejecidas manos, mientras suspiraba una vez más. ¡La añoraba tanto!... Solo podía pensar en el día que volvería de nuevo a verla. Y ese día estaba ya cerca.

Cruzó el jardín admirando cada color, sintiendo cada sonido: el suave gorjeo de los pájaros, el agua de la fuente... Todo lo que ella le había enseñado a ver, a escuchar, a sentir, a amar.

Llegó por fin a la recepción.

-¡Buenos días Fernando! –saludó, como siempre, María.

-¡Buenos días! ¿A quién puedo hacer hoy compañía?

-Pues... Por ejemplo, a aquella anciana de allí, Agustina. Hoy esperaba la visita de sus familiares, pero no han venido.

-De acuerdo –contestó, feliz de poder ayudar.

Mientras caminaba hacia la señora, aún pudo oír las voces de las recepcionistas, que hablaban en susurros.

-Yo sigo sin entender por qué aún viene... –murmuraba María.

-Yo tampoco. Si ya no está...

<<No lo entienden. Pero puede que algún día comprendan… Ojalá puedan llegar a sentir lo que es querer a alguien por encima de la vida y de la muerte>>, pensó Fernando y se acercó a la anciana, que tenía la mirada perdida en algún lugar del jardín. Se sentó a su lado.

-¡Hola Agustina! –saludó Fernando-. ¿Cómo te encuentras hoy?

- Pues cómo quieres que me encuentre... –murmuró, tras un tenso silencio.

Fernando se sorprendió. Agustina hablaba como si comprendiera o como si de verdad recordara que sus familiares deberían de haber venido.

-¿A qué te refieres? –preguntó nervioso.

-Mi hija y mis nietos deberían estar aquí. Pero... ¿tú los ves? –protestó mirando a su alrededor-. Pues yo tampoco. Mmm... –renegó, meneando la cabeza-. Vale que yo no me acuerde de las cosas, pero se ve que ellos menos.

La miró con los ojos muy abiertos. Era verdad que, de vez en cuando, los enfermos de Alzheimer recobraban la memoria y eran conscientes de su situación. Y en ese instante, Agustina parecía verdaderamente lúcida.

-Pero mujer, no te preocupes –dijo, tragando saliva-. Habrá sido un descuido.

-¿Un descuido? ¿Y por qué tú nunca tienes uno de esos descuidos? ¿Por qué tú sí que te acuerdas de venir todos los días, si tú mujer ni siquiera está aquí, y en cambio ellos no son capaces?

Fernando estaba confuso. ¿Cómo era posible que Agustina se acordase de su mujer, que había fallecido hacía ya bastantes meses?

-Pues, Agustina, porque ella me dijo un día, que recobró la memoria, que tenerme a su lado y ofrecerle compañía le ayudaba a sentirse mejor a pesar de su enfermedad. Y me pidió que, cuando ella muriera, no dejara de venir aquí para ayudar a los demás. Y eso hago. Por ella y por mí. Y porque es una enfermedad demasiado triste...

-¡Qué bonito, Fernando! –sonrió-. Pero ya ves; parece que los que tengan Alzheimer sean mis familiares y no yo.

Justo en ese momento, la puerta de la residencia se abrió y entraron una mujer y unos niños corriendo. Miraron hacia todos los lados, hasta que reconocieron a Agustina.

-¡Mamá! –gritó la mujer.

-¡Abuela! –exclamaron sus nietos.

-¡Siento mucho el retraso! ¡Había un tráfico tremendo! No sabes lo que me ha costado salir de la Gran Vía –se excusó al acercarse a su madre. Le dio dos besos en las mejillas.

Agustina sonreía.

-No pasa nada hija. Si estaba hablando con este señor... Este señor... Oiga, ¿y usted cómo se llama?