V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Por Miguel

Pablo Fernández-Alonso, 15 años

                 Colegio Mulhacén, Granada  

Ese día llovía con fuerza. Corrí presurosamente hacia el parking. Cuando me disponía a abrir el coche, una mujer se me acercó. Era Ana, la madre de Miguel. Miguel era un paciente de veinte años al que yo trataba. Estaba en coma.

-Necesito hablar con usted -dijo, gritando para hacerse oír sobre el estruendo del chaparrón. Luego, tomando un tono de confidencia, añadió-. Es urgente.

-Bien, pasa dentro del coche -respondí. La humedad me calaba hasta los huesos-. Pero te aseguro que no te va a servir de mucho. No me harás cambiar de opinión al respecto.

Yo había seguido el proceso de evolución del paciente desde el principio. Habían pasado más de dos años desde que entró en coma tras el accidente, en los que Ana había ido perdiendo su aspecto natural. En estas circunstancias conocí a su madre, que me aporto el historial médico, así como me describió su vida anterior: Miguel era un chico con éxito social, una brillante trayectoria académica y una forma física envidiable. Su madre había conseguido sacarlo adelante tras la muerte de su marido.

-Demos una vuelta-sugerí.

El sonido del motor y el roce del parabrisas aumentaban aquella atmósfera de rareza. Fue Ana la que se decidió a romper el silencio. Abordó ese tema espinoso que tanto me hacía sufrir. Apenas podía hablarle sin que la boca me supiese a bilis. Con la simple insinuación de la desconexión de Miguel, me entraban arcadas.

-Compréndelo -insisitió-. Es necesario.

-Tú como yo sabemos que Miguel tiene una preparación física formidable. No sufre – alegué, intentando hacerla entrar en razón-. Sería cruel por tu parte.

-¿Cómo sabes si está bien? -inquirió-. Acaso sabes lo que siente por dentro, el calvario que tiene que estar padeciendo. Sufro día y noche pensando en él.

-Y crees que, ¿una vez desconectado, te sentirás mejor? -agregué-. Nunca daré mi aprobación. Tú me has hablado muchas veces de él, de su pasado. ¿Por qué no reavivas ese sentimiento hacia tu hijo? Estabas orgullosa de él. ¿Qué ha cambiado?

-Pues… Todo. Él ahora está así y…

-¿Y qué? -le corté-. Ana, sé que lo quieres porque es tu hijo, no por su utilidad. Aunque comprendo que tanto tú como tu marido teníais puestas en él muchas esperanzas. Pero Dios tenía otro plan para tu hijo.

-¿Dios? -se preguntó con tono irónico-. ¿Dónde estaba Dios el día del accidente? ¿Dónde estaba Dios cuando me anunciaste que había entrado en coma? ¿Y dónde cuando le ruego que me devuelva a mi marido?

Entonces comenzó a llorar. Me odié a mí mismo por haber accedido a tener esa conversación. Aparqué el coche. Tenía que hacerle frente. Así que me arme de todo el coraje del que fui capaz, e intentando ordenar las ideas en mi cabeza comencé a hablar:

-A veces no podemos comprender lo que hace Dios, porque sólo somos hombres! -le expliqué en un tono más cálido-. Pero es necesario seguir. ¿En qué momento decidiste separarte de la mano de Dios? ¿Y en qué momento te convertiste en juez, olvidando tus principios acerca de la vida y de la muerte?

-No estás siendo justo conmigo -me espetó-. En este momento no puedo determinar mi fe, no sé lo que está bien o mal. ¿No comprendes que tengo un lío en la cabeza? -lloró con más fuerza.

Logré calmarla un poco y le sugerí que nos viésemos otro día. Así que la llevé de vuelta al hospital.

Entré con ella en el edificio. La lluvia seguía empapando las aceras. Instintivamente me dirigí a la capilla. Ana me seguía. Estuve dentro, durante una media hora, pidiendo por Miguel y por su madre. Me pareció que Ana hacía lo mismo y distinguí en su mirada un chispazo distinto. Al salir, antes de que nos marchásemos cada uno por nuestro lado, me pidió que le escuchara.

-Ya me he tranquilizado. He pensado lo que me has dicho y… Creo que… -le costaba encontrar las palabras-. Creo que tie…

Mi busca le cortó, me devolvió a la realidad de todos los días. A pesar de que ya había acabado mi turno, me vi en la obligación de acudir. Subí a la habitación 118. Debía tratarse de un fallo cardíaco. Entré y me abrí paso entre el revuelo de enfermeras. Entonces caí en la cuenta de que aquella era la habitación de Miguel. Su cara serena contrastaba con el revuelo que producía el sonido de las máquinas que mostraban sus constantes vitales. Tres veces intenté reanimarle, y tres fueron las veces que me maldije por fallar.

-¡Carga! -le grité a la enfermera-. ¡Pon la cuarta! Maldita sea, ¡ponla!

Entonces lo escuché. El agudo pitido se me hacía insoportable. Aún con las palas en las manos miré a la puerta. Ana se tapaba la boca y se agarraba de los pelos. Había comprendido la estupidez que suponía pensar que iba a estar mejor tras la muerte de su hijo. Busqué su mirada, pero estaba lejos. Depositando las palas, me acerqué y la abracé. En un grito soltó toda su conmoción. Acto seguido, sentí que se llenaba de paz. Miguel había muerto y, con su última exhalación, le había devuelto la vida a su madre.