II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

¿Por qué?

Adrián García Lamas, 15 años

                 Colegio San José de Cluny, Santiago de Compostela (La Coruña)  

    -1-

     Llovía. Los árboles del parque y la iglesia del pueblo se reflejaban en los charcos. También la silueta de un hombre que corría bajo la lluvia, amparado únicamente por un maltrecho abrigo.

     El individuo encaminó sus pasos hacia la casa de don Bartolomé, el párroco. Dudó unos instantes frente al zaguán antes de llamar a la puerta. .

-2-

     Don Bartolomé dormía a pierna suelta en el viejo butacón del salón, cuando el desconocido le abordó, despertándole bruscamente de su sueño. Cuando el cura se hubo recuperado del susto, apenas alcanzó a murmurar.

     -Pero, Juan, ¿qué haces aquí.

     -Padre, perdóneme porque he pecado.

     -A ver, hombre, que todos le podemos dar un descanso al alma durante la hora de la siesta, ¿no?.

     -Pero padre... –dijo, sorprendido por la conciencia laxa del cura.

     -¿No puedes esperar a mañana?- dijo el sacerdote, molesto porque alguien hubiese interrumpido su visita a los brazos de Morfeo- No puede ser tan grave.

     -Pero, don Bartolomé, es necesario que Dios me quite las cadenas que llevo por culpa de lo que he hecho.

     -¿Qué cadenas? -preguntó el cura con sarcasmo- Yo lo que veo es un peto bajo ese cochambroso abrigo que siempre llevas...

     -Padre, usted sabe a que me refiero.

     -Sí- dijo don Bartolomé en un suspiro-, el maligno nos esclaviza y los pecados son nuestras cadenas. Lo mencioné en el sermón de la semana pasada. Es un alivio saber que alguien me atiende cuando hablo. La mayor parte de mis feligreses se dedican a pensar en quien ganará la liga -el sacerdote inspiró-. Dime pues, Juan, ¿qué es lo que te ha traído hasta mi hogar con tanta urgencia?

     Así como las lágrimas iban apareciendo en la cara de Juan, la preocupación aumentaba en el párroco:

     -Pero, ¿qué te ha pasado, hijo mío?

     -Padre, quiero que Dios me perdone... Perdone..., porque..., he matado a mi esposa...

-3-

     Juan se acababa de marchar de la casa de su confesor, dejando al sacerdote en un estado de completo desconcierto: <<¿Por qué?. ¿¡Por qué!?>>. Se derrumbó sobre su butacón, sosteniéndose la cara con las manos, mientras recordaba el pasado de su madre, cuando recibía constantes palizas de su “padre”, que la golpeaba hasta la extenuación enajenado por la bebida, dejándole marcas amoratadas por todo el cuerpo, que ella cubría lo mejor que podía con sus ropas de luto, pues como le decía en secreto a Bartolomé, su marido ya había muerto para ella. Sin embargo, su madre nunca desfalleció, alentada por una fe inquebrantable que su hijo compartía, incluso después de que su ella falleciera tras una de aquellas lluvias de golpes con las que su padre le castigaba mientras su amante fiel -la botella- le esperaba plácidamente sobre la cómoda.

     Estos recuerdos venían a la mente del sacerdote entre lágrimas y gritos que sólo él oía. Los gritos de su madre antes de morir. Aunque el sacerdote, con el tiempo, había dejado de considerar al hombre por el que había llegado a sentir respeto. Su único padre ahora era aquel al que había consagrado la vida.

     Si bien el párroco no tenía mucha relación con la víctima, los detalles del crimen que le había proporcionado Juan eran tan parecidos que los recuerdos le embargaban. El feligrés había llegado bebido a su casa y le había propinado a su esposa una paliza mortal. Cuando se golpeó el cráneo contra la superficie de mármol de la mesilla de noche, él estaba tan concentrado en su vapuleo que no se dio cuenta de lo ocurrido. Hasta que la sangre caliente le salpicó la cara y le trajo de vuelta a la realidad que le había hecho acudir al cura.

     <<Me obliga el secreto de confesión>>, pensó don Bartolomé, a quien aún le costaba respirar con normalidad a causa del llanto. <<¿Qué debo hacer? No puedo decírselo a nadie, estoy obligado a mantener el secreto...>>.

-4-

    La puerta se cerró. Juan había llegado a casa.

    Ya más calmado por su charla con el párroco, pensó que todo podría quedar atrás, que podría interpretar su papel de viudo y continuar su vida al lado de su amante secreta, la bebida. Nadie descubriría su crimen, ya que él mismo se encargaría del entierro, dado que era el enterrador municipal. Esos eran sus pensamientos, hasta que entró de nuevo en su habitación y se encontró el cadáver de su esposa, inerte para la eternidad. Sus ojos reflejaban la cara de su asesino, que se había tumbado en la cama, a su lado. Deseaba que ella se levantase, que su boca volviese a sonreír, que sus ojos dejasen de ser sólo espejos que ya no reflejaban sentimientos, que dejaran de mostrar el rostro de aquel que había puesto fin a su vida...Y en ese momento, descubrió que no era capaz de vivir sin ella.

EPÍLOGO

     El jueves 22 de diciembre de 1942, dos días después de la muerte de la mujer de Juan, don Bartolomé entró en la casa del feligrés. “Tal vez pueda hacerle reflexionar”, pensaba don Bartolomé mientras abría la puerta del jardín.

     La casa estaba en penumbra y reinaba el silencio. El sacerdote accedía por las escaleras a la habitación del matrimonio. En ella se encontró un macabro espectáculo: la víctima yacía en la cama rodeada por un séquito de moscas guardianas. A un lado del lecho, colgado de una soga, estaba su asesino. Y encima de la cómoda una botella de ron llena de agua, con una rosa que comenzaba a marchitarse..