II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

¿Por qué los caracoles
tienen concha?

Lorena Rincón

                  Virgen de Atocha  

    Esteban estaba poco acostumbrado a tratar con niños pequeños, pese a tener una hermana, María. Se llevaban siete años, que él identificaba como un abismo; un auténtico precipicio insalvable. A sus trece años se sentía mayor, pensaba que era el amo del mundo y el único que lo sabía todo. Y es que Esteban era un niño muy culto. Era el que sacaba mejores notas en clase, el que redactaba los mejores trabajos y el que mejor explicaba los problemas de física y química. Era el chico modelo para todo su universo. Esta condición le había hecho ser brillante; pero no se comportaba como una buena persona: más de una vez había contestado a sus padres; les había puesto contra las cuerdas delante de sus amigos y rechistado muchas más veces de las que lo debería haber hecho; y cuando alguno de sus amigos cometía un error, por más mínimo que fuese, le enumeraba todas las normas de conducta que había incumplido y le corregía; explicándole cómo debería haber actuado; la mayoría de las veces de la forma más pedante posible. Así que de su hermana sólo conocía su existencia, y poco más. No se iba a esforzar en pasar más tiempo con ella que la hora del desayuno, la comida y la cena. Ella trataba, a veces, acercarse a él con alguna de sus muñecas para jugar juntos; pero Esteban la rehuía con muy poco disimulo. Sus padres no le regañaban, porque pensaban que ese comportamiento petulante lo manifestaba a cambio de horas y horas de estudio, que luego corroboraban sus calificaciones escolares.

    María, en cambio, era una niña muy tranquila, nada común para sus seis años. Apenas lloraba, al igual que pocas veces revoloteaba por la casa. Y las veces que lo hacía era consecuencia de algo que la emocionaba sobremanera.

     A estos dos hermanos les tocó marcharse una semana al pueblo de su padre, durante la Semana Santa, mientras pintaban su casa. Este pueblo estaba en el Norte, allí hacía frío en verano y mucho más frío en invierno. Este clima provocaba que la vegetación fuese exuberante, plagada de eucaliptos, helechos y demás plantas que crecen con la humedad. La aldea en cuestión era pequeña, de no más de cien habitantes, y casi todos ellos sobrepasaban los sesenta años, entre ellos sus abuelos. Esteban y María se quedaron con sus abuelos mientras sus padres supervisaban el trabajo de los pintores. Los abuelos estaban encantados de tener a sus nietos allí y les prometieron que, aunque allí no había en ese momento ningún chico de su edad, se lo iban a pasar genial. María se ilusionó al pensar todo lo que podría hacer en una semana, cosas como cocinar bizcochos, dar paseos por el bosque o ir a dar de comer a las vacas y las ovejas. Por el contrario, su hermano había venido preparado para superar el seguro aburrimiento que sufriría en ese pueblo perdido: un par de libros, deberes y, por si aún le quedaba tiempo, la videoconsola con algunos juegos que aún no había completado.

    Los primeros dos o tres días pasaron así: María ocupada con sus abuelos, haciendo infinidad de cosas; y Esteban encerrado en su cuarto, leyendo o estudiando, más o menos la misma vida que llevaba en su casa. Alguna vez salió a la calle para relajarse durante unos minutos, había observado el modo de vida de aquellas gentes. Pensó cómo era posible que todavía quedase gente en el mundo tan inculta, cuyas únicas metas eran dar de comer a los animales y parlotear. No lo entendía, y alguna vez le hacía ver a su abuelo todas las cosas que se perdía por no leer un libro.

    -No tengo tiempo para esas cosas –replicaba–. Tardo tanto tiempo en leerme un libro, que los finales no tienen emoción porque no me acuerdo de lo que trataba el principio.

     Así que Esteban contestaba a su abuelo, echándole en cara que no pusiese más esfuerzo en leer, y acto seguido se perdía en tecnicismos, nombres de autores y títulos de libros, que su abuelo escuchaba como si oyese llover. Al final, Esteban lo dejaba por imposible y regresaba a su habitación.

    Un día, sus abuelos tuvieron que acudir a un pueblo cercano para hablar con uno de sus compradores de lana con los que querían cerrar los precios de ese año. La abuela le dijo a Esteban antes de marcharse:

    -Hijo, vamos a tardar unas horas, y no quiero que os quedéis en casa toda la tarde. Haz el favor y vete a dar un paseo con tu hermana por el bosque.

    Esteban no tenía ganas, pero María le instaba con tanto entusiasmo, que al final accedió y salieron camino al bosque. Esteban miraba a su hermana con hastío, como si tuviese que llevar una carga muy pesada. Le repetía una y otra vez que no se alejase demasiado mientras andaban sobre el asfalto que precedía al bosque. Ella le hacía caso, y le cogía de la mano las veces que él la dejaba y no escondía ambas manos en el bolsillo. Al final llegaron a los árboles que señalaban el límite del bosque. Ésta era la vez que Esteban compartía más tiempo con ella en mucho tiempo, y se preguntaba si por ello no la aborrecería eternamente. Nada más pisar el suelo embarrado y abandonar el asfalto, María se sujetó bien a su hermano.

    El bosque se componía de infinidad de plantas, árboles y arbustos propios del norte. Vieron algún que otro pájaro escondido entre el follaje de los árboles más altos, en cuyas raíces se escondían multitud de insectos y caracoles que habían salido tras la lluvia. A Esteban le gustó mucho aquel sitio. Sintió que podría correr entre los árboles, investigar lo que había debajo de cada helecho y raíz, y examinar el color de las setas. Pero lo que más le fascinaba era el olor. Ese pedacito de naturaleza salvaje desprendía un aroma que no encontraba en ningún otro lugar. Olía a madera mojada, a hojas limpias. Ese aire purificaba sus pulmones y le aclaraba la cabeza. De pronto su hermana le sacó de su ensimismamiento:

    -¿Por qué los caracoles tienen concha?

    La miró con curiosidad, como si no se esperase de su hermana una inquietud semejante.

    - Pues…, porque tienen un cuerpo muy blando que no podría sobrevivir si no es por su caparazón.

    -Y, ¿por qué las setas crecen en los troncos de los árboles?

    -Porque se nutren de los componentes que tienen las cortezas de los árboles.

    -¿Qué son los nutrientes?

    Esteban sonrió divertido.

    -Son el alimento, lo que comen. Los árboles los reciben por las raíces.

     Y siguió explicándole los secretos del bosque, sorprendido de que su hermana fuera tan curiosa cómo él a su edad.

    -Oye Esteban, ¿te puedo hacer una pregunta más?

    -Claro que sí.

     -¿Por qué no le explicas todo lo que sabes al abuelo como me lo has explicado a mí? Así seguro que lo entenderá y querrá leer tantos libros como tú.

     Esteban miró a su hermana. Era la primera vez en su vida que había hablado tanto tiempo con ella y no pensaba que, de haberlo hecho antes, hubiese sido de esa manera, pues le había dado el mejor consejo que nadie nunca le había brindado.

     Le sonrió, le apretó más fuerte la mano y siguieron el paseo, convencido de que tenía a su lado a la niña de seis años más sensata del mundo.