XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Por un puñado
de castañas 

Paloma Peñarrubia, 17 años 

Colegio Senara (Madrid) 

Resulta chocante que la mayoría de los teatros construidos antes de la segunda mitad del pasado siglo tengan una forma semielíptica, que condena a gran número de espectadores a ver apenas una porción del escenario. Roberto era uno de esos espectadores. 

Aquella noche se representaba la última función de la temporada –La Traviata–, lo que no justificaba su aire inquieto y melancólico. La razón era otra: le asustaba la posibilidad de no volverla a ver. Ni siquiera sabía su nombre, pero suscribía las palabras de Shakespeare, <<aquello a lo que llamamos rosa tendrá el mismo aroma dulce, aunque de otra forma se llame>>, pese a no ser ferviente admirador del genio británico, pues su rosa era una joven también abonada al teatro en un palco de la platea. La primera vez que la vio, apenas se fijó en ella, pues lo que llamó su atención fue el espléndido abrigo de visón de la madre de la muchacha. Un rato después desvió su mirada hacia la acompañante de la señora y supo que si Dios había creado los Cielos, la Tierra y los océanos, los había plagado de criaturas y había consentido en el devenir de los siglos, había sido para que ella viviera.

A partir de aquella noche se dedicó en cada una de las representaciones a admirar semejante beldad, pero sin reunir el valor para acercarse a saludarla. Por eso en aquella última representación se le hacía insoportable la perspectiva de no volver a verla. En su butaca cerró los ojos y se hizo la promesa de que si la muchacha se presentaba en el teatro, bajaría para abordarla. Al abrir los párpados, la vio en su palco. Como de costumbre, portaba tres rosas azules. 

Roberto se levantó de su asiento cuando se apagaron las luces y empezó a tocar la orquesta, así que tuvo que volver a sentarse. Se le hizo insoportable aquel acto. La voz de la soprano se le antojaba insufrible y Armando le pareció un estúpido por enamorarse de semejante casquivana. Una hora después sonó la última nota de la primera parte, bajó el telón y los aplausos llenaron el lugar mientras algunos espectadores salían por los pasillos en busca del bar. 

Roberto bajó corriendo los cinco pisos que le separaban de la muchacha. Jadeante, llegó a la planta baja. Fue entonces cuando reparó en que no sabía el número del palco que estaba buscando. Era el quinto por la izquierda, pero ignoraba por qué entrada se accedía a él. Se apoyó en la pared para tomar resuello cuando le pareció que el pasillo se iluminaba. Ella venía acompañada por su madre. Iba a presentarse cuando las abordaron unos señores. El muchacho nunca interrumpía una conversación; le parecía una grave muestra de descortesía. Entonces unas palabras llegaron a sus oídos: 

–Ahora mismo juraría amor eterno a quien me trajera media docena de castañas asadas. 

Aunque uno de los señores tapaba con sus espaldas a la chica, el risueño cascabeleo que acompañó a aquella sugerencia no le dejó lugar a dudas: <<¡Es su voz!>>.

Sabía que aquella promesa era un decir, pero le ofrecía la excusa para iniciar una conversación. A toda prisa fue a salir del teatro para acercarse a un puesto callejero de castañas, cuando se topó con una mujer con el pelo teñido de morado que también se disponía a abandonarlo. Con educación, Roberto le abrió la puerta para cederle el paso. La mujer le miró con desprecio.

–¿Te crees que no sé abrirme las puertas yo sola? Machista heteropatriarcal…

Roberto salió a la calle y le cerró la puerta en las narices; no podía arriesgarse a perder el tiempo. Oteó a izquierda y derecha buscando la luz verde de un taxi, pero como estaba lloviendo y no pasaba ninguno que estuviera libre, echó a correr.

De Jacometrezo salió a la Gran Vía. En la Puerta de Alcalá vio a un pasajero abandonar un taxi. Se lanzó a su interior e indicó la dirección al conductor. Una vez sentado cerró los ojos y se adormiló pensando en ella. Al despertarse, el contador marcaba cuarenta euros. Lo entendió, pues se encontraban frente al zoológico. Al preguntarle al chófer, este le indicó que, lamentablemente, se había perdido. Se le pusieron los nervios de punta, abrió la puerta y huyó como una exhalación. Atravesó José Prat, recorrió Camino de los Vinateros, cruzó Doctor Esquerdo y enfiló las calles Ibiza y Narváez hasta Goya. Cuando llegó, el castañero estaba cerrando el puesto. 

–¡Necesito una docena de castañas! 

–Lo siento, chico –el buen hombre encogió los hombros, haciendo el ademán de irse–. Hasta otra.

Roberto consiguió contarle, entre jadeos, su historia. Al verle derrotado, el castañero se sacó una pequeña bolsa de papel del bolsillo:

–Estas me las llevaba a casa, pero creo que te hacen más falta que a mí –. Al darse cuenta de que Roberto abría la cartera, se rio–: No, por Dios… Es un regalo. 

La mirada de gratitud de Roberto significó más que todo el oro del mundo. 

–¡Ya me contarás cómo ha terminado tu aventura! –. Escuchó el muchacho mientras volvía a correr. 

Goya, Díez Porlier, Alcalá, Cibeles, Gran Vía, Jacometrezo y la cuesta de Santo Domingo. Al entrar en el teatro como una exhalación, le persiguió el guardia de seguridad, pero Roberto logró cruzar los pasillos apagados y silenciosos. Cuando llegó a la puerta del quinto palco se detuvo en seco y la abrió temblando.

El guardia contó que no le sorprendería que, con la mecha que llevaba aquel tipo, la autopsia revelara un ataque al corazón. Con todo, lo que más le extrañó cuando lo vio inerte en el suelo fue que una de sus manos asía con fuerza trese rosas azules, y la otra un puñado de castañas asadas.