VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Profesores con mucho
que aprender

Aloma Riera, 15 años

                 La Vall (Barcelona)  

Hay dos clases de profesores: los profesores con vocación y que tienen como objetivo principal que sus alumnos aprendan, y aquellos que simplemente están dando clase por casualidades de la vida, quizás porque no han encontrado otro trabajo.

Mi nueva profesora de música pertenece al segundo grupo. Es una persona difícil de describir. Cada martes entra en clase con un andar inseguro, la mirada perdida y el ceño fruncido. Probablemente piensa: “¡Oh, no... Otra vez clase!” o "¿Qué hago hoy para que se callen estos monos que tengo por alumnos? ¿Les pongo una película?... ¿Tal vez un examen?... No sé, no sé". Tal vez ni siquiera piensa.

Cuando ha cruzado la frontera que separa el pasillo (lugar seguro) del aula (peligro de muerte) ya no hay vuelta atrás: una escapada por la retaguardia sería como declararse públicamente víctima de un ataque de nervios. Así que sigue adelante hasta alcanzar la mesa del profesor, en donde deja los libros pero no los nervios.

Después le queda el reto de conseguir que los alumnos se callen y se sienten. Esto le lleva un cuarto de hora. Inmediatamente, le toca dar materia. A ver..., abramos el libro y miremos qué tenemos. Mientras la profesora entra en su mundo, el alumnado se ha vuelto a revolucionar. Chicos jugando a las cartas, chicas gritando e incluso bebiendo (calma, sólo es agua...).

La profesora de música, en un intento de conseguir orden, abre la boca y la vuelve a cerrar sin emitir sonido. Después de una serie de intentos, consigue hacer callar a una chica que charlaba con la del lado. ¡Una menos!. Después se lanza contra la timba de cartas. Se siente un poco más segura e incluso parece que sonríe. Se acerca sigilosamente a su objetivo y... los alumnos continúan encelados en su casino.

La profesora, profundamente afligida porque nadie le hace caso, se transmuta en un perro rabioso. De malas maneras les dice a los alumnos que guarden los naipes y vuelve a su refugio, tras la mesa. Allí se siente más segura y contempla el escenario que tiene enfrente: una clase convertida en zoológico, donde no falta ni el mono que salta por la ventana en busca de aire fresco.

A estas alturas, dar clase es imposible. Mejor pasar al plan B: consigue que su voz resuene por encima del jaleo: "Chicos, haced lo que queráis. Sólo quiero que estéis callados, ¿de acuerdo?”