V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Próxima estación: esperanza

Lourdes López, 15 años

                Colegio Montealto (Madrid)  

“Próxima estación...”. La voz de la azafata resonó en los altavoces.

-Carlota, ya estamos llegando -le dijo Javi en un susurro.

-Sí -suspiró-. Ya estamos llegando.

De repente y sin previo aviso, las lágrimas inundaron su cara. Mil imágenes libraban una batalla en su interior. La tristeza de no haberse podido despedir de ella le encogía el alma.

-¿Estas bien? -le preguntó Javi.

-Sí, sí. Es solo que...

-¿Qué?

-Estoy bien, tranquilo.

Javi la miró, indeciso, confuso. No sabía si consolarla o dejarlo estar. Ella forzó una sonrisa y le siguió con sus maletas. Inspiró hondo y miró a su alrededor. Todo le resultaba familiar: la estación, las callejuelas, las flores, los árboles, las casas, la gente ...

Aquello que contemplaba era Valencia. Recorrió con la mirada los parques, los puestos de chuches, aquellos sitios en los que se reflejaba su infancia.

Javi la cogió de la mano y ambos avanzaron por los callejones, hasta su casa. Ya nada le quedaba allí. Aquel lugar que había sido escenario de sus correrías, de sus chiquilladas, no podía ser más distinto.

-¡No!-gritó.

El dolor que sentía en el corazón y que llevaba intentando ocultar durante tantos días, al fin se le escapó. Corrió a su habitación y se arrojó en la cama, no sin antes dar un portazo. Despertó al cabo de dos horas, se duchó y se vistió de luto para asistir al funeral. Se sentía como una autómata.

Javi la cogió del brazo y ambos se dirigieron a la iglesia. El aire era húmedo y el cielo estaba cubierto de un manto gris que, de vez en cuando, dejaba escapar alguna gota de lluvia. Parecía acorde con sus sentimientos. Respiró hondo y entraron el el templo. Las caras de la gente se volvieron hacia ellos. En sus rostros se veía pintada una tristeza enmascarada en una sonrisa o en algún gesto compasivo.

Al finalizar la ceremonia, la gente se les acercó. Carlota temía ese momento porque no le gustaba llamar la atención. Buscó en su interior alguna fuerza capaz de hacerle superar con éxito aquel reto. De repente, su corazón dio un giro inesperado: la tristeza se fue esfumando y la alegría de la vida, de haber podido ser parte de la vida de esa persona, le inundó el alma.

Sus piernas corrieron sin parar. Ya no veía nada. Los asistentes al funeral se habían quedado muy lejos. Cruzó carreteras y calles. Si hubiera sido necesario, también habría cruzado el océano.

Al fin llegó a su destino, la playa. Se sentó en la orilla y contempló el mar. Las olas rompían cerca de ella. Sentía una paz interior indescriptible. Sentía como el mar arrastraba sus penas y le traía esperanzas. Ella se había ido, pero una parte de Carlota sabia que el “viaje” que había emprendido no era para siempre. No había vuelta pero si nuevas idas. No podía verla, pero podía sentirla. Sabía que su recuerdo la ayudaría siempre.

El interrogante que había permanecido en su mente tras la muerte de su madre, se alejó y dejó paso a un sentimiento de gratitud.

La palabra “gracias” invadió su mente con el propósito de no desaparecer. Un gracias que expresaba la alegría de haber tenido el don de la vida, de vivir con ella veinte años, de tener recuerdos felices que siempre la acompañarían. Su madre no la querría ver triste. Se levantó, sonrió al cielo y sintió que el cielo le sonreía.

Salió el sol.