XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

Próxima estación 

Inés Arasa, 16 años

Colegio Canigó (Barcelona) 

No voy a mentir, tengo apenas dieciséis años y muchas experiencias por vivir. Tampoco voy a negar que, pese a mis ansias de explorar mundo, hay una cosa a la que tengo una aversión especial y es la que me impide completar mi sueño: nunca me he subido a un tren, esos portadores de vida que pasan constantemente esperando llevar a la gente a su destino.

Me llamo Catalina de Rueda y sí, me da miedo subir a la vida.

No recuerdo el día que adopté la extraña costumbre de bajar a la estación después del colegio para sentarme en el cuarto banco del andén de la derecha. El motivo por el que llegué a descubrir este sencillo pasatiempo fueron las ganas de empezar a escribir mi historia, a lo que me indujo una conversación con mi profesor de literatura:

—¿Cómo es posible que haya gente que consiga plasmar con palabras tan acertadas sus sentimientos y su punto de vista? —fue mi pregunta.

Él se rio y me contestó:

—Porque esos escritores han vivido y entienden lo que es la vida.

—¿Y qué es la vida?

—Eso lo tendrás que descubrir tú misma.

Fruncí el ceño.

—¿Y cómo puedo descubrirlo?

—Subiéndote a ella.

Esa misma tarde empecé a darle vueltas a aquella conversación y, sin saber cómo, acabé en mi banco. Los trenes pasaban, la gente iba de un lado a otro y, poco a poco, me di cuenta de que cada individuo tiene su manera de vivir. La mía estaba justo delante de mí: en la estación.

Por eso es allí donde veo pasar la vida, a veces de principio a fin. La experiencia suele durar ocho segundos. Sin embargo, otras veces se detiene y me abre las puertas y espera unos momentos a que me decida a entrar. Ese es el tiempo que tardo en dejarla pasar de nuevo.

Sigo pensando cuál será el día en el que decida hacerlo.

***

Una voz hizo que volviese a la realidad. Me encontré mirando a un chico de ojos azules que yo conocía bien: era el violinista que tocaba cada tarde en las escaleras de la estación.

—Hola —me saludó.

Observé, sorprendida, que se sentaba a mi lado.

—¿Puedo preguntarte una duda? —. Empezó a hablar antes de que me diese tiempo a asentir—. ¿Por qué bajas cada día a la misma hora y te sientas en el mismo banco, pero nunca te subes a un tren?

Una sonrisa tiró de la comisura de mis labios al oír cómo resumía tantas cosas con tan pocas palabras. Antes de que me diera cuenta, me encontré explicándole la crisis existencial que tenia en esos momentos.

—¿Y nunca lo has intentado? —estaba sorprendido.

Encogí los hombros.

—No.

Pasó una semana llena de conversaciones con el músico, que se llamaba Borja. El lunes siguiente se presentó con un sobre blanco en la mano.

—Es para ti —dijo.

—¿Qué es?

—Ábrelo y lo sabrás.

Al hacerlo me encontré dos billetes de tren.

Solté aire, comprendiendo lo que pretendía, y empecé a negar con la cabeza.

—No puedo, Borja. No estoy preparada...

—¡Tonterías! —me cortó—. ¿Cómo vas a saber cuándo estás preparada si nunca lo intentas?

Un pitido anunció la llegada de un nuevo tren.

—Catalina, esos escritores descubrieron lo que era la vida porque se arriesgaron. Así que no puedes seguir aquí sentada; a partir de un día la vida ya no te esperará.

—Pero…

—Estoy aquí porque te quiero ayudar—. Miró al tren que acababa de detenerse—. Tú decides.

Levanto el bolígrafo y miro con una sonrisa un esbozo para mi última creación literaria, pensando en lo mucho que le gustará a mi editor. Luego observo por la ventanilla cuánto falta para mi destino. Guardo la libreta en el bolso, al lado del sobre que me acompaña desde hace cinco años. Está maltrecho y amarillento, a pesar de mis intentos por mantenerlo intacto, y las puntas se le han doblado. Y pensar que lo odié con todas mis fuerzas…

Me levanto cuando una voz anuncia por los altavoces:

«Próxima estación, Plaza de Cataluña».