VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Próxima parada

Miriam Fernández Oyonarte, 16 años

                 Colegio Senara (Madrid)  

“Próxima parada: Plaza de Castilla. Correspondencia con: línea 1”...

“¡Por fin…!”, pensó Elisa. Si había algo que le gustaba del metro, era oír aquella breve frase que escuchaba, al menos, una vez al día. Era la señal de que había llegado a casa..., o, al menos, de que ya estaba muy cerca.

Salió del vagón y se dirigió a la puerta del ascensor. Tras ella se situaron tres personas más: un anciano, un joven que iba escuchando música y una chica de más o menos su edad, es decir, dieciséis.

A Elisa no le gustaba demasiado encerse en una “caja” con personas desconocidas. Quizás era un poco exagerada, pero le resultaba incómodo. Sin embargo, no tendría que soportarlo más de diez segundos.

El ascensor se abrió y los cuatro entraron. Elisa pulsó el botón, al lado del cual se distinguían vagamente unas letras que decían: ‘ALLE’. La letra ‘C’ se había borrado por completo. Elisa pensó en la cantidad de gente que habría pulsado aquel botón... ¿Podrían ser un millón de personas?... ¿Más?... No lo sabía, pero podía deducir que muchas. Y cada vez que ella subía, se topaba con personas distintas. Siempre pasaba lo mismo: la gente cogía el ascensor sin importarle quién más lo hiciera y, en cuanto éste volvía a abrir sus puertas, cada uno continuaba su camino ajeno a los compañeros del breve viaje.

Ahora que lo pensaba, le parecía haber visto antes al chico que escuchaba música… La verdad era que habían coincidido bastantes veces en el intercambiador del metro, y Elisa estaba segura de que para él también su cara era familiar. Sin embargo, no significaba para aquel muchacho más que una niña a la que veía de vez en cuando, de forma fugaz, en el metro, del mismo modo que él era para Elisa un chico mayor que ella se encontraba ocasionalmente.

Todo aquello eran elucubraciones que no la llevarían a ninguna parte. Sin embargo, no fue eso lo que la alarmó, si no percatarse de que llevaba pensando más de diez segundos. Eso significaba que el ascensor se había detenido.

-Se ha parado, ¿no?- mustió la chica de la edad de Elisa.

-Eso parece -afirmó el abuelo-. Anda, chiquilla, pulsa el botón de la campanilla-dijo, refiriéndose a Elisa.

La muchacha obedeció.

-Habla Seguridad. ¿Qué ocurre?...

-Se ha atascado el ascensor -contestó el anciano-. Aquí estamos, a ver si nos sacan.

-De acuerdo, no se muevan. En seguida llamamos a los técnicos.

El hombre sonrió para aplacar un poco la tensión que se estaba apoderando del compartimento.

-No se preocupe usted, señor policía, que por muchas ganas que tengamos, de aquí no nos movemos, promertido.

Elisa y la chica de su edad emitieron una débil risa.

-¿Por qué no sube esto?- intervino de pronto el joven, que ni siquiera se había quitado los cascos.

-Se ha estropeado, chaval -respondió el abuelo-. No me extraña que no te enteres con las moscas esas en las orejas.

-Perdone, pero aquí nadie se está metiendo con usted.

-Venga, hombre, no te lo tomes a mal, que solo era una broma -dijo, guiñando un ojo a las dos muchachas.

A Elisa le cayó bien aquel hombre. Pero comenzaba a preocuparse… Odiaba los espacios cerrados.

Pasó un buen rato antes de que alguien volviera a pronunciar palabra.

-Bueno, habrá que saber cómo se llaman estas señoritas tan guapas. Mi nombre es Juan, ¿y el vuestro?

-Yo soy Elisa.

-Precioso nombre, sí señor. ¿Y el tuyo, cuál es?

-Elisa -respondió la otra muchacha, sonriendo ante la coincidencia.

-Andando..., ¡qué casualidad! ¿Y tú cómo te llamas, chaval?

No hubo respuesta, pues el chico no oía nada que no fuera su música.

-Eh, muchacho, que te estoy hablando -continuó el abuelo, un poco más alto.

-¡Ah! Disculpe. ¿Qué decía?

-Que cómo te llamas.

-¿Yo? Juan.

-Dos Elisas y dos Juanes... ¡Qué curioso!

-¿Cuántos años tienes? -preguntó una Elisa a la otra.

-Dieciséis -contestó.

-¿De verdad? ¡Yo también!

Ambas sonrieron ante la coincidencia.

-Y tú, ¿cuántos tienes, chaval?-intervino el abuelo- ¿Veinte, como yo?

De pronto el ascensor quedó inundado por una carcajada general.

Pasaron los minutos y, poco a poco, se trenzó una conversación fluida entre todos. El Juan más mayor preguntó al otro Juan si no el importaba enseñarle la música que escuchaba. Este accedió encantado. Ambas Elisas intercambiaron números de teléfono y direcciones de correo electrónico. Ninguno de los cuatro se acordaba ya de que estaban atrapados en un ascensor de la parada de metro de la plaza de Castilla, hasta que volvió a sonar el interfono.

-Habla seguridad, disculpen la tardanza. Ya ha llegado el equipo de técnicos. ¿Siguen ahí?...

-Aquí seguimos -respondió Juan-, tal y como prometimos.

De nuevo la risa se extendió por todo el ascensor.

Notaron como la máquina comenzaba a subir. Unos instantes más tarde, las puertas se abrieron y, ante los ojos de los recién rescatados, aparecieron los técnicos.

-¿Todo bien?

-Perfecto -dijo Juan-. Muchas gracias por todo.

-No hay de qué. Disculpen las molestias.

-¿Molestias? ¿Acaso es molestia hacer amigos?

Y, después de guiñar un ojo, comenzó a caminar.

-Espero volver a verte pronto, Juan. ¡No te olvides de mandarme la canción que te he pedido! Mucho gusto, señoritas -se llevó la mano a la frente.

-Descuida Juan, no me olvido.

Elisa se despidió se su tocaya y de aquel chico que, desde entonces, ya no sería un muchacho más al que veía ocasionalmente en el metro.

Y cada uno continuó su camino, pero con una sonrisa en la cara.