V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Qué lejos está mi familia
en Navidad

María de los Reyes del Junco, 14 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

Me hallaba sumido en pura melancolía, sin ganas de nada salvo mirar al exterior y dejar que la mente vague a gusto. En lo alto de la azotea el aire era frío y calmado. Las ambulancias y los coches patrulla cantaban abajo, pero ni me inmutaba. La ciudad estaba hermosa aquella noche. Un enorme árbol navideño adornaba la plaza. Las personas parecían muñequitos desde mi pedestal. Un niño jugaba con la nieve artificial que habían creado especialmente para esa noche. El aire se respiraba feliz. Todo olía a felicidad…Pero yo me sumía en un mutis melancólico. Miraba a las estrellas, preguntándome qué estaría haciendo mi familia. Entonces recordé…

Discutí con mi padre. Había un par de maletas en lo alto de la cama. Tenía que trasladarlas.

-Estudiarás medicina y no hay más que hablar –sus ojos se salían de las órbitas. El rostro se le había colorado.

-¡Puedo estudiar lo que me dé la gana! –le repliqué-. Es más, ni siquiera voy a estudiar porque voy a dedicarme al cine y tú no vas a impedírmelo.

¡Hasta qué punto tenía razón mi padre! Dejó que me fuera. No volví a casa.

Mi vida se convirtió en un frenesí de búsqueda de premios. Una vida engañosa en un mundo engañoso, como él me había advertido.

No tardé en quedarme solo, abandonado por los que creía amigos. Demasiado orgulloso para pedir perdón a mi familia por el daño que les hice al marcharme. Di otro trago a una cerveza y una calada al cigarro. “¡Qué amargura!”, pensé. De pronto, una agradable brisa con olores a pavo al horno, calidez y felicidad me trajo el recuerdo de aquella tarde de verano.

La familia al completo sentada en el porche de nuestra casa de la playa. El sol nos honraba con su calor y mis hermanos y yo nos divertíamos elaborando un columpio con un neumático y una cuerda. Mis padres parecían radiantes en sus butacas. Éramos felices aunque no poseíamos premios ni teníamos mucho dinero. Con nuestro amor era suficiente.

El sonido de una ambulancia me devolvió a mis veintinueve años y a mi deprimente vida. Suspiré resignado. Todavía me quedaba dignidad. Después de tantos años no iba a volver a casa diciendo: “¡Hola!, he venido a pediros perdón... ¿Qué hay de cena? Me muero de hambre.” Por supuesto que no me presentaría en casa aquella noche. Me pregunté de nuevo que estaría haciendo mi familia.

Otro ligero soplo de viento agitó mis cabellos. Percibí olores a jazmín, sopa, patatas cocidas y risas. Vino a mi mente un recuerdo apenas registrado...

Se trataba de una tarde otoñal. En la escuela no me había ido bien: nos habían dado un pellizco de arcilla para que hiciésemos algún detalle para nuestra madre y tuve la mala suerte de que se me rompió. Me lo volvieron a pegar, pero quedó deformado. Seguro que a mi madre no le gustaría. Cuando llegué a casa, le conté lo ocurrido. Ella cogió la pequeña escultura y me dio un beso, diciendo que era lo más bonito que le habían regalado nunca. Lo colocó encima de la chimenea, donde todo el mundo pudiera verlo. Cada día me pasaba un rato contemplando aquella estatuilla con más orgullo que el que después empleé a mis premios cinematográficos.

Aterricé en la cruda realidad: “¿Qué estará haciendo mi familia en este día de Navidad?” Me demoré en mis pensamientos, en mis recuerdos, en lo feliz que fui con mis hermanos y con mis padres en aquellos lejanos días de la infancia. Aquellos días en los que no me tenía que preocupar por el trabajo, ni por las llamadas, ni por el ansia de poder. Me conformaba con lo que tenía, ¡y así era más feliz que nadie! Merecía la pena tragarme mi orgullo con tal de recuperarles y volver a sentirme un niño a su lado.

“Hola”... No, es muy seco...”Buenas noches”... Tampoco, es demasiado impersonal. Me debatía mientras conducía mi Mercedes-Benz. Tras varios intentos infructuosos, decidí dejar el saludo al corazón. Estaba muy cerca de mi antigua casa. Hacía muchísimo tiempo que no me pasaba por aquellas calles tan tranquilas, propias de las urbanizaciones privadas.

Por fin llegué. Se podían ver las cándidas luces a través de los visillos de la ventana. Los olores navideños inundaban mi mente. Inspiré una gran bocanada de aire frío antes de llamar al timbre. Oí pasos cansados que se dirigían a la puerta a través del jardín. Un suave murmullo lejano me avisó de la presencia de niños pequeños. Quizá tenía sobrinos. ¿Se parecería alguno a mí? ¿Sabrían que tenían otro tío? ¿Les habrían hablado mis hermanos de mí? Me ensimismé tanto en mis elucubraciones que no me di cuenta de la mirada sorprendida de mi padre, que ya había abierto la puerta y me miraba como si no diese crédito a lo que veía. Seguía igual de saludable. Bueno, sus ojos parecían más lechosos. Sus cabellos eran grises en lugar del negro que antes lucía.

Me abrazó con tal fuerza que creí que las costillas se me iban a quebrar. Mi madre corrió hacia mí con los ojos bañados en lágrimas. Me cubrió a besos.

Mis hermanos me recibieron con los brazos abiertos. Conocí a mis sobrinos.

Me reconcilié con mi familia y cantamos villancicos delante del portal, como siempre.