III Edición
Curso 2006 - 2007
Querido Jack
Gabriel de la Esperanza, 14 años
Colegio El Prado (Madrid)
“Querido Jack:
El otro día me levanté, me miré al espejo y contemplé la gigantesca cicatriz que surca mi espalda. Entonces me acordé de ti y empecé a hacer memoria.
Memoria de esos diecisiete meses, veintiocho días y unas horas que pasamos en aquel pueblo, unos kilómetros al sur de Johannesburgo. Memoria de cuántas noches nos pasábamos hablando de nuestra situación, y de lo que haríamos si viviésemos como un ciudadano más, de lo que haríamos si no nos hubiesen llamado al frente.
Me empecé a acordar de cuando llegamos, muertos de miedo, y de cómo con los meses nos fuimos ganando un nombre dentro del ejército. Me empecé a acordar de cómo la gente solía pedir la baja por cualquier tontería para volver al hogar por todos añorado. Me empecé a acordar de que a veces merecía la pena estar donde estábamos, de todo eso que juramos que nunca volveríamos a recordar. No pude evitarlo, ya estaba perdido, así que simplemente decidí que mi cabeza se dejara llevar…
Me miré el puño y vi las marcas que me quedaron cuando nos borramos el tatuaje que nos hicimos de dos jotas, que era como nos llamaban: JJ, Jack y John. Mejor dicho, Jacky y Johnny.
Por desgracia, también me acuerdo de que nos levantamos en un atemorizador silencio. Estábamos completamente solos, miramos la hora y no, no nos habíamos quedado dormidos. Era el momento de levantarse. Entonces oímos unos pasos y la voz de un hombre que hablaba en un idioma desconocido. No era africano ni francés, pues conocíamos ambas lenguas. A mí me sonó a un idioma oriental.
Nos escondimos detrás de unos barriles donde guardábamos el agua. Desde allí le vimos. Efectivamente, tenía los ojos rasgados y llevaba anudado en su brazo la bandera japonesa. Nos preocupó la metralleta que llevaba en sus manos.
Dijo algo que ni tú ni yo entendimos. Pasó al lado de los barriles de agua y tú, con sangre fría, te acercaste a él por detrás y le partiste el cuello. Murió al instante; eras un genio acabando con la gente. Lo malo fue que le dio tiempo a disparar un tiro al aire.
Saliste corriendo y yo te perseguí. Conocías a la perfección la distribución de los búnkeres y los conductos que los comunicaban entre sí. Bajamos a los pasadizos, donde reinaba un calor inusual. Al avanzar unos pasos lo comprendimos: alguien había prendido un rastro de gasolina.
Era imposible que pudiésemos salir vivos. El dormitorio se había llenado de militares japoneses y pasar por el fuego era una muerte segura. Ahí, en medio del caos, me dijiste: “tranquilo. Hoy por la noche dormiremos en casa”.
Decidiste volver a la habitación y te seguí. Entramos con las manos en alto, tú hablando en japonés. Los militares enemigos te abrazaron y a mí me tendieron la mano,. No entendía nada de lo que estaba pasando.
Nos dieron comida, nos duchamos y vestimos ropa nueva. Luego nos pusieron en un camión cuyo destino desconocía. Tú me mirabas con cara alegre. Tu plan había sido exitoso, pero hay un motivo por el que lo recuerdo con odio y dolor.
El camión se detuvo y subió un hombre bajito que nos sacó a empujones.
-Muy bien Jack –dijo-, pero a mí no me la cuelas. Yo conozco a Thai Lue y a Chwen Lee.
Aquel hombre era el general a cargo de la invasión japonesa de Sudáfrica. Nos prometió que pagaríamos por todo.
Nos metieron en un camión con seis cerdos. Entonces me pediste perdón y me lo explicaste todo: te habías hecho pasar por un famoso infiltrados del ejército japonés en las tropas de nuestro país.
Nos bajaron del camión y me dieron una paliza con ramas de cactus. Por poco muero. Sí, vi la muerte, Jack. A ti te llevaron a un salón. Nunca me llegaste a contar con exactitud lo que te hicieron.
Ese mismo día nos encarcelaron en nuestra ciudad natal. Viajamos hasta allí en avión. Al bajar del aeroplano, me miraste a los ojos y echaste a correr. Yo te seguí.
Me gustaría sentarme contigo un día para recordar esos tiempos. Pero no puede ser, porque me encuentro a los pies de tu tumba”.