XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

¿Quién está fuera

de la Ley?

Manuel Valero, 15 años

Colegio El Vedat (Valencia)

Un día de invierno en el que la ventisca sacudía las calles de Londres, un hombre protegido con una elegante gabardina y con un sombrero calado hasta las cejas avanzaba dejando sus huellas sobre la nieve. Caminaba deprisa, consciente de que el tiempo se le escapaba. Un sudor frío le recorría la espalda como una siniestra premonición.

«¿Y si fuese demasiado tarde?», pensó antes de detener su impetuosa marcha.

Tras desechar este miedo, reemprendió sus pasos.

«¿Debería pedir ayuda?», le reconcomió una nueva duda.

Se detuvo otra vez, en esta ocasión por más tiempo, para analizar todas sus opciones antes de echar a correr hasta una puerta de metal, en donde volvió a vacilar.

«¿Estoy haciendo lo correcto?».

Apretó los puños, cerró los ojos y golpeó la puerta con el código establecido por Scotland Yard. Durante unos instantes contuvo la respiración. Oyó unos tranquilos pasos en el interior de la estancia, después el golpe seco del cerrojo y un chirrido al entreabrirse la puerta. Unos brillantes ojos le abordaron.

—Se comenta que ha matado a muchos —le saludó un hombre.

—Y no hay duda que de la manera más salvaje —contestó el inspector, ya tranquilo.

—Pase —le invitó el otro.

Había un hombre corpulento y de largas patillas en medio de la habitación, sentado y amordazado con sogas y cadenas. Tenía la faz ensangrentada.

—¿Qué significa esto? —preguntó el inspector, indignado.

—Son los métodos habituales de tortura, señor —respondió rápidamente el agente.

—¿Habituales? —dijo consternado—. Dígame, ¿usted cómo se llama?

—Hobbes, señor —se apresuró a ilustrarle.

—Señor Hobbes, no por el mero hecho de que persigamos a un criminal hemos de tratarle como si nosotros fuésemos de su calaña. Si no, ¿en qué nos distinguiremos de aquellos que se creen fuera de la Ley?

Al instante le sorprendió una voz que perturbó la paz de la sala. Era el criminal, que le observaba con los ojos muy abiertos mientras le decía con parsimonia:

—No me vea usted como a uno de esos míseros delincuentes que ejercen sus fechorías por simple avaricia. Mi afán es noble: librar de la inmundicia al mundo, tarea verdaderamente compleja que precisa de una mentalidad entregada a la faena.

—-Como le he dicho, señor Hobbes —respondió el inspector ignorando al asesino—, un hombre que se cree fuera de la Ley, ¿con qué autoridad lleva a cabo su misión? Y no me vaya a decir usted que lo hace con la del Cielo.

El inspector y Hobbes se echaron a reír, pero el que se encontraba maniatado frunció el ceño y les observó sin demasiada emoción.

—¿Con la del Cielo? —preguntó este retóricamente sin desviar la mirada—. Ni mucho menos. Mi justicia no es divina; imagino que tendré un lugar reservado allí abajo, pero es lo que tiene esta labor —comentó mientras dejaba escapar un gran suspiro—. Mi justicia es la de los hombres, la más pura. Yo me tomo al pie de la letra aquello de que «el fin justifica los medios». Como desarrolló Fiodor Dostoievsky en Crimen y Castigo, existe una raza de hombres que, fuera de las leyes humanas, están concebidos para grandes misiones: realizar las más macabras acciones en provecho de la humanidad. Bien es sabido que Napoleón Bonaparte fue un sanguinario general del ejército francés. No obstante, ¿puso o no puso orden en su país?

—¿Usted se considera parte de esa raza? —inquirió el inspector con una leve sonrisa. Aquello le producía hilaridad.

—Claro, ¿por qué si no iba a llevar a cabo una misión semejante? —respondió el prisionero con seriedad.

El inspector se despojó de la gabardina y de la sonrisa y se acercó a la chimenea, ubicada tras el criminal. Solo se oía el susurro de la ventisca al otro lado de los muros, que comenzaba a amainar, y la ajetreada respiración del delincuente, que no se esforzaba por disimular su agotamiento. El inspector agarró una silla, la colocó frente al hombre herido y se sentó a horcajadas apoyando ambos brazos en la parte superior del respaldo.

—¿Cómo se llama usted? —comenzó el interrogatorio.

—Me llaman Jack —contestó—. ¿Y usted?

—Inspector Locke y deseo acabar rápido con esto —se aclaró la garganta—. Jack, llamado El Destripador, le acuso del asesinato de Mary Ann Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride, Catherine Eddowes y Mary Jane Kelly. Por tan crueles acciones se le condena a muerte.

—Reconozco que soy culpable —afirmó sin dudar.

—Por la autoridad que me ha concedido Scotland Yard, me llevaré a este prisionero al calabozo para que, desde allí, sea ajusticiado según las leyes de nuestro país —. Carraspeó antes de dirigirse al joven policía —: Por casualidad, ¿este tugurio tiene un teléfono?

—Sí —respondió secamente Hobbes—. A la derecha de esa pared.

—Deberíamos avisar de que es un criminal muy peligroso. ¿Podría alcanzarme algo con lo que taparle la boca? Como habrá podido comprender, El Destripador tiene un auténtico don para la persuasión —dijo mientras se dirigía al teléfono. Mas Locke desvió su atención hacia otro asunto al que venía dándole vueltas—: ¿No le atraparon más policías aparte de usted?

Entonces descubrió que su compañero le apuntaba con un arma.

—¿Qué está haciendo? —inquirió alarmado.

—Jack tiene razón —habló Hobbes—. Este mundo se pudre y usted y yo somos criaturas con un espíritu efímero, sin la voluntad de realizar grandes empresas.

—Vamos, amigo… Ese criminal no es un dios —alegó el inspector—. Morirá como todo el mundo.

Se acercó más al teléfono, como si la amenaza fuese una broma.

—¡No lo haga! —le ordenó Hobbes—. ¿No ve que la naturaleza de El Destripador es superior a la nuestra? Ni usted ni yo hubiésemos sido capaces de hacer lo que él ha hecho. Tiene las agallas necesarias para auxiliar a la humanidad realizando aquello que nadie está dispuesto a hacer. ¡Apártese de ese aparato!

—Pero, ¿de qué agallas habla? —le espetó el inspector—. Para asesinar a cinco mujeres no es necesario tener agallas sino mucha malicia.

—Eran prostitutas que llenaban el mundo de lujuria y condenaban a muchos hombres a la infelicidad —le replicó Hobbes, alterado—. ¿Acaso es necesario que muera un hombre como él por el rigor de la Ley?

Apretó con fuerza la pistola.

—No sé qué te habrá contado este asesino —le dijo Locke con calma—, pero voy a acabar con esta tontería de una vez.

Tomó el auricular.

Entonces se oyó un disparo. El inspector yacía en la sala.

Alguien sonrió.

—Bien hecho, muchacho. Has contribuido a una gran causa.

Inmediatamente después Hobbes se acercó a la silla, liberó al criminal apresuradamente, se ubicó donde el inspector había sido asesinado e introduciendo el cañón por su boca, presa del pánico, apretó el gatillo.

El silencio volvió a dominar la sala durante unos segundos. Esta vez Jack lanzó al aire una carcajada. Se levantó de la silla, tomó la gabardina del inspector, se ajustó su sombrero y salió a la calle, antes de perderse por la ciudad.