III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Quién soy yo para juzgar

Lara García Simón, 16 años

                  Colegio Pinoalbar (Valladolid)  

      El ambiente, como cada mañana, olía a café. Las rendijas de la persiana dejaban pasar los rayos del sol. Tía Águeda llevaba unos días aprovechando el tiempo en el que yo dormía para hacer deporte. Salí a la terraza. Aún no había llegado, por lo que yo misma me preparé un cuenco de cereales y esperé con los ojos fijos en las olas del mar.

      Al fin había llegado el ansiado verano y mamá se había marchado a Londres a perfeccionar su inglés, por lo que tía Águeda y yo decidimos marcharnos a Marbella para descansar. Aquella vida en el sur de España era bien distinta de las ajetreadas jornadas de Oporto. No hacía más de un año que mamá y yo nos habíamos trasladado allí, ya que ella siempre creyó que era una bonita ciudad donde refugiarse. Además, el abuelo quería que tras su muerte fuéramos nosotras las que ocupáramos su casa.

      -¿Ya estás despierta? –me saludó tía Águeda, sacándome de la paz en la que me encontraba.

      -Sí, no podía dormir más

      -¿No me digas que han vuelto a tu cabeza esos estúpidos agobios?

      -No hay un solo día en que no lo recuerde.

      -Cuántas veces he de decírtelo: no fue culpa tuya.

      Me puse el traje de baño y me marché a dar un paseo por la playa. Necesitaba escuchar de nuevo el mar y olvidar. Durante los últimos años, nuestra vida había sido muy dura.

      Mis padres y yo vivíamos en una ciudad del País Vasco. Papá no se sentía cercano al nacionalismo. Como era empresario, ETA le amenazó de muerte. Los últimos meses que pasamos allí nuestra vida se hizo insoportable: me prohibieron coger el teléfono y cada vez que salía a la calle lo hacia acompañada de dos hombres que velaban por mi seguridad. Aquello no era forma de llevar una vida tranquila y feliz. Cansada de tanto control, pensé en escaparme. No fue un acto rebelde, ya que sólo alcancé dos manzanas más allá de mi casa pero, sin esperármelo, alguien me puso un pañuelo en la boca y una antifaz en los ojos antes de meterme en un maletero.

      Traté de escuchar la conversación que entablaban los hombres que manejaban el coche. Intenté descifrar su conversación en euskera:

      -Pediremos mucho dinero por la niña. Por su única hija, es capaz de arruinarse.

      -Iñaki, piensa con la cabeza. Tendremos a la policía pisándonos los talones.

      -Veinte millones.

      -Diez, que nos metes en un lío.

      -Quince, y no bajo más.

      Aquello iba en serio: estaba siendo víctima de un secuestro y ahora pedirían a papá dinero a cambio de mi rescate.¿Por qué había sido tan atrevida? En media hora me sacaron de aquel asfixiadero. Me destaparon la boca y me pegaron un teléfono a la oreja.

      -Di algo a tu papito -me exigió uno de ellos con retintín.

      -Tengo miedo. Dales lo que te piden, por favor.

      Me encerraron en un zulo destartalado, con un fuerte olor a alcohol. Hacía frío, así que me acurruqué en una esquina, al lado de una silla con una pata rota y una moto antigua cuyo sillín se habían comido las ratas. Pasé bastante miedo y empecé a sentir una cosa que los mayores llaman odio.

      Oí voces que hablaban alto y entre ellas escuché a papá. Uno de los hombres, con una malla en la cara, me sacó de aquel horrible agujero y me lanzó sobre los brazos de mi padre.

      -Perdónales. Nosotros no somos quién para juzgarles –me pidió al oído.

      No me dejaron decir nada. Me apartaron de él y apretaron el gatillo. Sonó un disparo a cambio de mi libertad. Papá había pagado mi rescate con lo más valioso que tenía: su vida.

      Desde entonces, no hay noche en la que no oiga esa bala. Entonces me invade un sentimiento de culpabilidad.