III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

¿Quién? Yo

Irene Tor Carroggio, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

    Ayer, cuando saqué a pasear a mi perro por el barrio, vi a uno de mis vecinos llamando al portero automático de nuestra vivienda. Contestó una mujer que dijo en un tono seco: “¿Quién?”. Y el hombre, de unos cincuenta años, respondió un escueto: “Yo”. La mujer, sin preguntar nada más, le abrió la puerta. El vecino, que acababa de definirse como “yo”, entró con toda la paz del mundo.

    Esta anécdota puede servirnos dos conclusiones: la primera nos llevaría a decir: “¿Y qué?, menudo asunto tan bobo se ha buscado esta escritora para rellenar un artículo". La segunda, por el contrario, objetaría que el código para entrar en muchas casas es demasiado impersonal. ¿No es cierto que muchos locales tienen una clave para entrar? Pues bien, la mayoría de casas comparten una misma, que parece definirnos a todos, seamos quienes seamos, que no distingue razas pero sí sexos ya que la voz…

    Otros dirán que la gente reconoce la voz del “Yo” a través del telefonillo, afirmación que no es falsa, ya que, según qué tono no cuela que un vozarrón corresponda a nuestra hermanita pequeña.

    Jugando a ser periodista de investigación, me sentí empujada a comprobar mi teoría. No quería intentarlo en mi casa, pues mi voz es fácilmente reconocible y no serviría como prueba, así que bajé la calle y, dos portales más allá del mío, llamé al azar a uno de los pisos, creo que fue al 5º, 2ª. Me contestó un chico de unos treinta y pocos años (digo yo), que preguntó, como yo esperaba: “¿Sí?”. Respondí con total naturalidad la clave, el “Soy Yo”. Supongo que este chico debe de tener alguna hermana o estaría esperando a su novia, ya que, sin más interrogatorios, me abrió la puerta. Obviamente no pasé, y pido disculpas por las molestias que haya podido causarle. En ese momento no sabía si sentirme una nueva Larra, curioseando sobre nuestras costumbres, o una simple cotilla.

    Como ya he dicho, no entré. Me aparté de la escena del “crimen” y eché a andar, preguntándome si mi éxito era sólo fruto de una casualidad. Así que repetí la escena en otro bloque de pisos, situado no muy lejos de mi colegio. Esta vez, la desafortunada fue una anciana de un 4º, 2ª, quien tampoco dudó en abrirme. Prefiero no imaginar el gesto de la anciana, porque se me cae la mía de vergüenza por haberla tenido allí, esperando con la puerta abierta.

    Por tanto, me atrevo a plantear un teorema: “Cualquier persona que espera a otra, responde ante la simple fórmula verbal de (Soy) Yo”. No sé si me darán un premio Nobel por ello, pero es indudable que en un alto porcentaje de veces se cumple. La parte negativa de hacer público mi hallazgo es que podría estar dando la clave a muchos cacos sobre cómo entrar en viviendas ajenas, aunque me consuelo pensando que a partir de ahora acompañaré mi “¿Quién?” de alguna otra palabra que me ayude a determinar con más exactitud la identidad del que llama.