X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Recién horneada

Triana Anasagasti, 18 años

                 Colegio Ayalde (Bilbao)  

Últimamente siento como si ya no perteneciese al mundo de los adolescentes. En parte es cierto, pues el mes pasado cumplí dieciocho años. Aunque maduremos antes o después, a los dieciocho nos hacemos -por ley- adultos. Y en efecto, así me estoy empezando a sentir, un adulto recién horneada.

La adolescencia es como un bizcocho en el horno: desde que se inicia y hasta que se acaba, vives sometido a un calor insoportable. Durante ese tiempo de horneado, uno no es ni la masa blandita y homogénea de cuando entró ni, tampoco, el pastel consistente en el que espera convertirse. Ni hacia delante ni hacia atrás; ni una cosa ni la otra. Es, en suma, adolescente.

Durante el proceso de cambio, todos los ingredientes se van mezclando, el volumen del bizcocho crece pero también aparecen grumos que pueden deshacerse a medida que acabamos de hornearnos. Además, la masa se va haciendo a la figura del molde, va cogiendo su forma de ser, su personalidad.

Cuando suena el reloj de los dieciocho, éste indica que el postre ya está hecho.

Como en todo, la práctica difiere un poco de la teoría: a pesar de la mayoría de edad y de presentarnos como un pastel hecho y derecho a los ojos del mundo, al abrir la puerta del horno nos podemos encontrar un bizcocho estupendo y rebosante que no cabe ya en el molde o, por el contrario, un bizcochito al que todavía le queda otra media hora más de cocción.

Una vez fuera, seguiremos un tiempo en el molde. Todavía estamos calientes y mantenernos en él nos da seguridad. Y es que, aunque ya somos un bizcocho hecho y derecho, nos faltan esos pequeños detalles: unas nueces, unos trozos de chocolate... que nos convierten en un dulce terminado. Mientras se colocan estos últimos ingredientes, nos da tiempo a enfriarnos y coger consistencia. Llegamos así a las últimas líneas de esta receta que tarda, nada más y nada menos, que dieciocho años en hacerse.