V Edición
Curso 2008 - 2009
Recuerdos al atardecer
María Martínez, 17 años
Colegio Ayalde (Bilbao)
El reloj marca las siete y media. Por fin ha llegado el esperado cuarto de hora de descanso. La cabeza me da vueltas. He estado demasiado tiempo estudiando y necesito despejarme. Salgo a la terraza y aspiro una honda bocanada de aire fresco, mientras observo cómo el sol tiñe de rojo la ciudad. Lo que acontece me resulta curioso. Quizá se trate de la nostalgia.
Sin embargo, a pesar de encontrarme a cierta distancia del mar puedo sentir su brisa, fresca y salada. Aquello me hace viajar lejos, muy lejos, a una velocidad vertiginosa hasta la playa da Frouxeira, en Valdoviño, Galicia, donde cada verano, desde hace catorce años, acudo a mi cita con el mar, las gaviotas, sus atardeceres... Y mis abuelos.
Todas las tardes, alrededor de las cuatro, comenzamos a prepararlo todo: la mochila, el traje de baño, las toallas, la merienda. Los chicos de la casa, sus tablas y las chicas, sus cremas. Cuando comprobamos que no nos falta nada, partimos rumbo a la playa. Durante la tarde compartímos junto a mis abuelos risas, juegos, chapuzones y partidos de palas.
Sin embargo, el momento con el que más disfruto es aquel en el que, desde lo alto de una pequeña colina, observo el atardecer. Mientras el sol juega con las últimas luces y sombras del día, me invade una profunda sensación de sosiego y alegría. A poniente, el faro de Meirás desafía impávido al astro Rey que comienza a declinar. En el horizonte, quebrado por la presencia imponente de la Percebilleira, una pareja de delfines juguetea, ajeno al maravilloso espectáculo, en el inmenso océano teñido de grana. La luna irrumpe lentamente en el paisaje, deseosa de acaparar el protagonismo nocturno en el cielo estrellado de Galicia.
De repente oigo una voz. Es mi abuelo que, abrazado a mi abuela, me pide que le ayude a recoger. En silencio, con una sonrisa, me despido de mi querido atardecer hasta el año que viene.
El próximo verano nada habrá cambiado en la Frouxeira. Ni el mar, ni las gaviotas ni sus atardeceres... Sólo añoraré la presencia física de alguien a quien he querido mucho. Un marino que embarcó hace muy poco, con destino a otro mundo. Cada verano podré seguir disfrutando de los atardeceres mientras revivo los momentos en los que, con su ejemplo y sabiduría, me ayudó a ser una persona mejor.