X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Recuerdos de un condenado

Carlos Diz, 17 años

                  Colegio Tabladilla (Sevilla)  

Como de costumbre, aquella noche mi familia se sentó alrededor de la candela. Mis padres nos estaban hablando de los sacrificios que en aquel tiempo estaban haciendo para sacar la familia adelante, cuando llamaron a la puerta. Eran unos soldados.

Antes de abrir y con gestos mudos, nos ordenaron -a mí y a mis hermanos- que nos escondiéramos. En mi pavor se mezclaba la parsimonia de mi padre -que no terminaba de abrir la puerta-, los gritos de los militares, el crepitar del fuego y el llanto de mi madre.

Los soldados terminaron por echar la puerta abajo.

Arrestaron de forma violenta a mi padre. Quise salir en su ayuda, pero él me buscó con los ojos para hacerme comprender que no era buena idea abandonar nuestro escondite. Pocos minutos después restallaron los disparos y vi su cuerpo junto al vano de la puerta. Mi madre acudió a socorrerlo, pero era demasiado tarde.

Después de su entierro empecé a trabajar como ayudante de carpintero. De hecho, cada hermano nos entregamos como aprendices en alguna profesión. Bastaba tener siete años para empezar a trabajar, pues todos los chicos tenían que colaborar con sus hogares.

Cuando la guerra terminó, ya éramos suficientemente mayores como para afrontar un negocio. Todo lo que sufrimos se convirtió en un recuerdo, salvo para mi hermano Rafael y para mí, pues queríamos poner en marcha la venganza que tantas veces habíamos soñado.

El 9 de diciembre de 1951 nos hicimos con un cargamento militar: necesitábamos dos granadas para hacerlas explotar en mitad de una corte marcial. Sin embargo las cosas no salieron como deseamos. La primera granada causó la muerte de tres generales, pero descubrieron a mi hermano antes de que pudiera lanzar la segunda. No logró cumplir su parte del plan porque era incapaz de hacerle daño a nadie.

Me capturaron. En breve se celebrará mi ejecución.