II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Recuerdos de un
Nueva York olvidado

Berta Ferrer, 17 años

                 Colegio IALE, Valencia  

     Clara bajó del taxi y se alisó la falda. Era pronto todavía, pero las calles comenzaban a llenarse de gente, y el olor a café recién hecho invadía el ambiente. Sus ojos captaron su reflejo en el cristal del coche, y sonrió pesarosa al comprobar que hacía mucho tiempo que había dejado de ser la princesa de los cuentos de hadas. Su mirada estaba surcada por minúsculas arrugas y su pelo, antaño de un vivo color, mostraba algún que otro reflejo plateado.

     Levantó la cabeza y aspiró profundamente. Se sentía como una extraña. Aquella ya no era su ciudad. Todo olía a nuevo. Los escaparates de las tiendas no eran los mismos, los colosales rascacielos no eran los que ella creía recordar, incluso el sol parecía iluminarlo todo con más fuerza. También los árboles de Central Park, al que inconscientemente le habían llevado sus pies, habían cambiado.

     Al menos, su banco seguía allí. Se dejó caer sobre él, rendida; se había hecho mayor de golpe. Habían pasado muchos años desde la última vez que se sintió joven. Ahora, ningún recuerdo parecía encajar con aquel lugar. Suspiró con añoranza. Hacía mucho tiempo que él había dejado de sentarse a su lado.

     Aún podía recordar la primera vez que llegó a Nueva York, cuando traspasó la aduana del aeropuerto con dos maletas cargadas de sueños y una sonrisa rebosante de ambiciones. El denso tráfico le parecía maravilloso, y se deleitaba con los motores y los cláxones. No le importó toparse con una casera antipática, ni siquiera le disgustaba su minúscula habitación. Estaba en Nueva York, y eso era lo único que importaba.

     Tampoco minaron su ánimo las numerosas negativas y el gran esfuerzo que tuvo que realizar para conseguir su primer trabajo. Ella era actriz o, al menos, eso rezaba el título de su carnet. Acogió con alegría aquel primer contrato en tierra extranjera, a pesar de estar mal pagado.

     Lo conoció en el teatro. Los primeros días, ninguno de los dos se percató de la existencia del otro. Se concentraban en el ensayo, una y otra vez, sin importar el rostro anónimo del compañero. De pura casualidad, Clara supo que se llamaba Alex Crown. Más tarde se dio cuenta de que, desde un principio, se había quedado prendada de su voz dulce y segura.

     La noche del estreno llovió copiosamente. Clara caminaba deprisa bajo su paraguas, apoyada en sus tacones y en su nerviosismo, dejando tras de sí una estela de miradas. El teatro en el que actuaban no era ni muy grande, ni muy elegante ni muy conocido.

     Apenas se dio cuenta de que la obra había empezado y de que era ella la que estaba sobre el escenario. Aquel chico despeinado y mirada gris era el causante de su sensación de vacío. Se complementaban a la perfección; cada uno leía el texto en los ojos del otro.

     El telón bajó antes de lo esperado y las luces se encendieron. La función había terminado, pero él seguía apretándole la mano y mirándola fijamente. El calor del aplauso del público le daba magia al momento. Él le susurró en el oído: “Me gustaría invitarla a un café”.

     Nunca una cafetería había tenido un aspecto tan acogedor para ella. Él estaba sentado al lado de la ventana y sonreía. Clara pensó que era la sonrisa más bonita del mundo. Alex le ayudó a quitarse el abrigo y le tendió una silla amablemente. Se quedaron en silencio, estudiándose, hasta que él se llevó el café a los labios y dijo, sin dejar de mirarla: “Tiene usted los ojos más bonitos que he visto”. A lo que ella se sorprendió contestando: “Y usted, la sonrisa más maravillosa del mundo”. Alex se limitó a cogerle la mano y besársela con suavidad, casi con timidez.

     Cada tarde acudían al mismo café y daban un paseo por Central Park, donde hicieron su rincón favorito bajo un árbol, en un banco escondido a la vista de los paseantes, desde el que se domina un precioso lago. La tarde se les quedaba corta y el amanecer los descubría agazapados entre los árboles, ella recostada contra su pecho y él con la vista perdida en el infinito, intentando contar las estrellas que se perdían con las primeras luces.

     “Una vez me contaron que este parque estaba encantado”, dijo Alex una de aquellas madrugadas con su solemnidad habitual, buscando por el rabillo del ojo la mirada de Clara. “¿No te lo crees? Cuentan que durante el día es inofensivo, pero que si dos personas pasan la noche en él y cuentan diez estrellas en voz baja, se enamoran al instante y su amor queda atrapado bajo la cúpula de la ciudad”.

     Instintivamente, Clara se acurrucó cerca de él y, mirando al cielo, comenzó a susurrar el número de estrellas.

***

     Una sirena lejana sacó a Clara de su ensimismamiento. Era noche cerrada y empezaba a refrescar. Las lágrimas corrían por sus ojos, que observaban con añoranza el cielo encapotado, en el que apenas se distinguía alguna estrella. Echaba de menos su juventud, sus sonrisas doradas, sus largos paseos por las interminables avenidas. Le echaba de menos a él. Aquel sueño se había esfumado tan rápido como llegó, y se sentía culpable por haber hecho las maletas sin pensar en lo que perdía. Allí sentada, pensó que daría cualquier cosa por volver a estar junto a él.

     Se secó las lágrimas y se puso en pie, abandonando sobre el banco un pequeño diario escrito entonces. Ya no le importaba perderlo. Se alejó, sin reparar que se cruzaba con una figura oscura que se acercó hasta el banco y cogió el libro abandonado. Una media sonrisa inequívoca cruzó su rostro tras leer el título. Aquellas páginas conservaban los recuerdos de un Nueva York olvidado, la historia de dos personas que reencontrarían su amor bajo la cúpula en el que lo abandonaron a su suerte.