VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Recuerdos del olvido

Carlota Ciudad, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Aquel verano de 1945, en Hiroshima, había sido el más feliz de mi vida. Haber conocido a Shigure me había cambiado completamente. Aunque yo pertenecía a la alta sociedad japonesa y él no era más que un humilde criador de pájaros, habíamos conectado en muy poco tiempo. Era unos pocos años mayor que yo y amaestraba los azores y halcones de mi padre, un general reconocido. Le gustaban todos los tipos de aves y me enseñó a admirarlas y a ganarme su confianza. Cuando paseábamos por los jardines incluso se nos acercaban los gorriones y tórtolas que anidaban allí.

Pero pronto nuestra felicidad se disolvió. A falta de soldados, empezaron a reclutar a ciudadanos sin conocimientos de lucha para acudir a la Guerra. Shigure estaba entre ellos. La última semana antes de que se fuera, pasamos mucho tiempo en los jardines. Se acercaban más pájaros de lo normal, como si supieran que Shigure se iba a ir.

Esos preciados días pasaron demasiado rápido y llegó el momento de la despedida. Nos dimos un abrazo. En ese momento nada podría separnos. No pude evitar que resbalaran unas lágrimas por mis mejillas.

-No llores- me dijo mientras me las limpiaba. De repente se le iluminó un poco la cara-. Tengo una idea: cada vez que oigas cantar a un pájaro, recuérdame. Será como si estuviera contigo.

Asentí con un leve movimiento de cabeza. Con una mirada de tristeza me besó en la frente y se fue.

En los días siguientes estuve en un estado de tristeza del que sólo los pájaros que había en el jardín lograban sacarme. Me recordaban a su risa y los felices momentos que había pasado con Shigure.

Una madrugada de agosto mi padre nos despertó a todos diciendo que nos diéramos prisa. Me puse la bata y salí al pasillo. Mi padre nos guió por unos pasillos subterráneos en los que había mucho alboroto. Quería saber qué pasaba, pero nadie me respondía. Llegamos a una sala con capacidad de unas cien personas que estaba abarrotada. Nos pusimos en una de las esquinas. Una vez recuperamos el aliento, mi padre me explicó entre susurros que había peligro de bomba y que estábamos en un búnker de protección. Los que estábamos dentro no teníamos nada que temer, pero muy pocos de los que estaban afuera sobrevivirían.

Quise salir para avisar a Shigure, pero no me dejaron.

Ahora que lo veo de una manera fría y objetiva, entiendo que mi padre tenía razón, pero en ese momento no había lógica posible, tenía que avisarle. Habían pasado unas horas cuando, de repente, todo empezó a temblar. Parecía que las paredes se iban a caer, pero aguantaron. No sabíamos lo que había pasado.

Estuvimos encerrados en la sala durante tres días. No nos atrevíamos a salir. Cuando finalmente abrimos las escotillas, gran parte de los edificios habían desaparecido. Un superviviente que nos encontramos por la calle nos dijo que, efectivamente, había caído una bomba demoniaca, que había causado millones de de muertos.

Volvimos a nuestra casa, que no había sido afectada por la explosión. Durante los días siguientes me limité a mirar por la ventana, sin atreverme a salir al jardín, esperando noticias de Shigure.

Finalmente recibí, una semana más tarde, un comunicado que anunciaba el fallecimiento de Shigure. Le habían buscado ex profeso a petición de mi padre, pero murió rodeando a una niña pequeña, intentando protegerla de la onda expansiva de aquel terrible hongo.

Cuando leí el telegrama, salí a los jardines para recordarle, tal como él me había dicho, escuchando a los pájaros. Sin embargo, ya no había pájaros en Hiroshima.