III Edición
Curso 2006 - 2007
Reflexiones en una
habitación vacía
Esther Alegret, 16 años
Colegio Aura (Tarragona)
Nada le dolía tanto como el silencio que, desde hacía días, rincón a rincón, llenaba aquella pequeña estancia. Había pasado en esa posición tantos días que sentía los brazos y las piernas entumecidos por el frío y por el abatimiento. Ahora miraba a Carlota con cariño, observando cada centímetro de su débil figura, que yacía dormida sobre las sabanas blancas de la clínica.
Pablo había preguntado a todos y cada uno de los médicos desde el día del accidente, las razones por las que a su mujer se le apagó la voz, se le durmió la vida. Aún así, no había sacado nada en claro. No entendía porqué ninguno de los expertos sabía explicarle qué le estaba pasando a Carlota y, lo más importante, si llegaría a volver a ver la luz del día.
Nada perturbaba el gesto cálido y bello de Carlota, que denotaba una profunda lucha interior. Si no fuera por eso y por las incontables máquinas que la rodeaban, le habría parecido posible que se levantara de la cama, como cualquier mañana.
No paraba de repetirse una y otra vez que era él quien debía estar en esa camilla. Pero lo que más le avergonzaba era seguir vivo frente a ella. El asombroso orgullo con el que latía su corazón resultaba insultante.
La conciencia le remordía las entrañas, día y noche. Pero tenia que ser fuerte. Seguir luchando por ella, por los dos. Él luchaba a ciegas, con un dolor y una entrega absoluta que habrían estremecido hasta a la mismísima muerte.
Desde la habitación escuchaba a los médicos, que corrían atareados de un lado a otro del pasillo. Cuidaban vidas ajenas que acababan por resultar apenas algo distintas de la propia. Vidas que suplicaban interiormente la oportunidad de seguir luchando. Su situación era tan parecida a las de Carlota, que las sentía como propias.
Una noche en la que Pablo intentaba conciliar el sueño, Carlota abrió los ojos, desplegó los labios e intentó pronunciar unas palabras que al principio resultaron inteligibles:
-No puedo creer lo que está pasando.
Pablo se incorporó, sorprendido. Alargó una de las mangas de su jersey para secarse las lágrimas antes de abrazarla.
Pasaron la noche entre besos, palabras bonitas y promesas. Pero ambos sabían que aquello era una despedida. Deseaban que no pasaran las horas, que el tiempo se detuviera, que las horas fueran días, y los días años de vida.
Abatido por la emoción, se durmió tranquilo sobre el pecho de Carlota, escuchando los latidos de su débil corazón.
A la mañana siguiente, los rayos del sol despertaron a Pablo. Silencio. Carlota ya no estaba.