III Edición
Curso 2006 - 2007
Renuncia
Beatriz Fernández Moya, 14 años
Colegio Entreolivos (Sevilla)
Laura se despertó sobresaltada al oír voces en su habitación. Una sola mirada le bastó para darse cuenta de que tenia nueva compañera de cuarto. La antigua, una anciana que se recuperaba con éxito de un transplante, se había marchado hacía semanas tras conseguir el alta médica. Así era la vida del hospital: unos entraban y otros salían pero ella permanecía en la habitación en espera de un transplante. Necesitaba un riñón nuevo. Se había sometido a una operación para tratar de mejorar el enfermo, pero no había salido tan bien como esperaban y finalmente lo había perdido. Ahora era el sano el que le estaba dando problemas. Tras una semana de intensos dolores y de abundante medicación, se había sometido a una serie de pruebas y el medico le había diagnosticado un tumor. La habían hospitalizado y se sometía a sesiones de hemodiálisis casi a diario.
Se fijó con detenimiento en el cortejo que iba entrando en la habitación. Una mujer descansaba plácidamente en una camilla. Supuso que le habrían suministrado algún tipo de calmante como los que le daban a ella por las noches. La traía un enfermero robusto que la depositó sin ningún problema en la camilla que estaba más próxima a ella. La paciente se movió en sueños, lanzo un susurro y se volvió a dormir. Tenia la cara pálida y su cuerpo liviano parecía haber adelgazado mucho en poco tiempo. La recordaba muy bien: muchas veces se habían sometido a las sesiones de hemodiálisis en la misma sala, tenia una hija pequeña muy revoltosa y parlanchina y siempre iba acompañada de su madre, una anciana paciente y comprensiva que le sonreía con ternura.
Laura, incapaz de volver a dormirse, se quedó pensando en la vida que había dejado atrás y que nunca volvería a tener. Siempre había estado rodeada de chicos que le gritaban lo guapa que era y le silbaban al pasar, había tenido muy buenas amigas, había sido popular en su instituto, había contado con el dinero suficiente para comprarse toda la ropa que quería, y sus padres le habían permitido hacer fiestas en su casa, ir a las discotecas y volver a la hora que le pareciera bien. Su vida no había sido tan perfecta como creía, y ahora estaba notando que el mundo se mueve a base de dosis de conveniencia. Al diagnosticarle los médicos el tumor se sentía sola y se daba cuenta de que si sus padres le daban todo era para no tener que ocuparse de ella.
Cambió de postura, pues le dolía la espalda y torció el gesto para no ver su imagen reflejada en la vitrina de medicinas. Ahora era tan solo una sombra de su belleza y gracia anterior, había perdido parte del pelo por las sesiones de radioterapia y se había vuelto pálida y extremamente delgada.
Si darse cuenta, se había ido quedando dormida y se despertó cuando escuchó unos lastimeros sollozos provenientes del sillón destinado a los acompañantes que estaba situados al lado de su cama. Allí vio a Martita, la hija pequeña de su compañera de habitación que, encogida sobre sí misma, no dejaba de llorar. Recordó que en una ocasión había estado jugando un rato con ella mientras su madre se sometía a una de las sesiones de hemodiálisis. Eso había sido antes de que la ingresaran y antes de que descubriera por unos informes que el medico dejó sobre la mesa, que aquella mujer necesitaba un riñón con las mismas características que ella, o sea, que eran compatibles. Laura le preguntó suavemente que qué le pasaba, a lo que la niña respondió:
-Mi mamá se va a morir.
Laura se quedó. Se levantó suavemente de la cama, se sentó en el sillón de acompañantes y cogió a la niña en brazos, con algo de trabajo pues no tenía muchas fuerzas. Poco a poco la historia, confusa al principio, fue tomando forma. Martita no se expresaba muy claramente, pero Laura la entendió. Laura supo que había llegado un transplante de un donante de otra punta del país y que era compatible con su compañera y con ella.
Elena, la madre de Martita, llevaba pocos días en el hospital, pero todos los pacientes del ala donde se encontraban intuían que si no recibía un transplante, moriría en pocas semanas. Según había oído Martita, el riñón estaba destinado a Laura, pues sus padres habían invertido una gran suma de dinero para que así fuera. Una ola de rabia e impotencia se extendió por el cuerpo de Laura. Aquella criatura indefensa que tenía en el regazo no podía quedarse sin el amor de una madre por culpa de la corrupción de otras personas. Decidió que haría todo lo posible para que Martita no llegara a la adolescencia como lo había hecho ella. Miró a la pequeña a los ojos y pensó que iba a lograr que las cosas cambiaran. Contenta consigo misma por una vez desde que estaba el hospital, pudo dormir sin necesidad de calmantes ni pastillas.
El médico entró en la habitación, y tras despertarla suavemente para que Martita no se despertara, comunicaron a Laura la gran noticia: hacía tan solo un día se había recibido un transplante compatible con ella y la operación se efectuaría esa misma mañana. Después de una semana de reposo, volvería a ser la persona de antes.
Si le hubieran dado la noticia unos días antes, Laura se habría puesto muy contenta, pero tras lo que había conocido esa noche, se dijo a sí misma que no debía aceptarlo. Expreso su deseo de renunciar a someterse a la operación para cederle el órgano a su compañera, pero el médico le dijo que aquella mujer ya había vivido bastante.
Laura comió poco. Esa noche tardó mucho tiempo en dormirse, y dándole vueltas a la cabeza se dio cuenta de que lo único que podía hacer para no recibir el transplante era escapar de allí. Nada mas levantarse, se vistió y abandonó el hospital sola y a pie. Cogió el primer autobús que paso por la parada. No quería saber a donde iba. Sabía que lejos del hospital no podría sobrevivir, pero estaba contenta porque, gracias a la renuncia del transplante, una persona, y con ella una familia, podrían salvarse.