V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Renunciar a un sueño

Marta Rojo Cervera, 14 años

                 Colegio IALE (Valencia)  

Me desperté y lo primero que hice fue mirar por la ventana. Amaba ese lugar, el aire, la naturaleza, la nieve y, sobretodo, la compañía.

Lorena, mi mujer, dormía al otro lado de la cama y ni se me pasó por la cabeza despertarla. Según se dice, las mujeres embarazadas no tienen buenos despertares, así que intenté hacer el menor ruido posible. Me levanté y empecé a preparar el desayuno, algo que se había convertido en rutina durante el tiempo que llevábamos en esa pequeña casita de los Pirineos.

Nos habíamos mudado poco después de casarnos, dando cumplimiento a nuestro sueño. Por raro que parezca, los dos habíamos querido vivir en un lugar bonito y apartado de las grandes ciudades. Y los primeros meses habían sido un sueño: la mujer perfecta y la casa que siempre había querido. La vida ideal. Pero como las cosas buenas no suelen durar eternamente, Lorena había empezado a cambiar. Yo comprendía que un embarazo nunca es fácil, pero nunca imaginé que pudiera hacer tanto daño en nuestra relación. Últimamente ella estaba rarísima, irreconocible. Parecía preocupada constantemente y no se movía de la cama.

Yo sabía que se trataba de algo más que un problema físico.

En esas estaba, haciendo el desayuno, cuando mi mujer entró en la cocina.

Efectivamente, no había tenido un buen despertar. La abracé, haciendo caso omiso a su cara de mal humor.

-¿Estás bien?

-Sí. Es solo que… -se tocó la tripa y cerró los ojos, como preparándose para decir algo importante-. Noto sus pataditas.

Yo sabía que no era eso lo único que iba a decirme. Forcé una sonrisa

-Mira qué día tan bonito. Podíamos salir a dar un paseo por la nieve -le propuse, más que nada para aliviar la tensión

Otra vez cerró los ojos con fuerza y pude ver como se le escapaba una lagrima.

-Sal tú. Yo no creo que tanto frío sea bueno para la pequeña -dijo cortante.

Yo estaba cada vez más confuso. ¿Qué era lo que quería darme a entender? De cualquier forma, pensé que no iba a solucionar nada quedándome allí, por lo que le di un beso en la mejilla y salí a disfrutar de los Pirineos.

No hice otra cosa que pensar y pensar mientras caminaba por la nieve. ¿Qué era lo que estaba haciendo tan mal para que Lorena estuviese así de triste?

Si tenía algún problema, lo que fuera, ¿por qué no me lo contaba, sin más?

Por más que lo intenté, no pude encontrar respuesta, así que después de unos minutos entré de nuevo en la casa.

Lorena y yo pasamos la mañana por separado. Fue extraño, pues siempre lo hacíamos todo juntos. Además de extraño, fue triste. No podía acercarme a ella sin más y preguntarle por qué estaba así de rara estos últimos tiempos, pues yo mismo tendría que haberlo adivinado. Pero tampoco podía hacer como si no pasara nada.

Poco antes de la hora de la cena me acerqué a nuestro dormitorio, donde ella había pasado la tarde. Y juro que nunca hubiera esperado algo así. Mi mujer estaba tumbada sobre la cama, mirando fijamente al techo. Sostenía una foto entre las manos. Yo se la quité suavemente y la miré. Era la primera foto que hicimos de la casa, antes de mudarnos. Lorena levantó la cabeza y me miró. Por fin lo entendí todo.

-Quieres irte de aquí, ¿verdad? -musité.

Ella negó con la cabeza.

-No lo entiendes, César. Adoro esta casa. Siempre había querido vivir en un lugar así. Pero no podemos criar aquí a nuestra hija.

-¿Por qué? Le encantará la naturaleza.

-Estoy segura de que le gustará…, cuando sea mayor. El lugar es precioso, pero estamos completamente solos en la montaña. No hay ciudad, lo que significa que no hay tiendas, no hay hospitales… No sé tú, pero yo no puedo quedarme aquí y vivir angustiada pensando qué pasará con la niña si se pone enferma.

Me quedé inmóvil, asimilando la información.

-Solo quería que lo supieras, pero no acertaba a decírtelo. Sé que esta es tu vida y que no te irías de aquí por nada del mundo, pero…

Le hice callar con un abrazo.

-Sí que me iría de aquí por alguien -le contradije-. Por ti.

Nos mudamos poco tiempo después y en ningún momento me arrepentí de mi decisión. Puede decirse que renuncié a un sueño, pero gané algo infinitamente más importante: una familia.