V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Retorno al hogar

Carlos de Navascués, 14 años

                 Colegio Irabia (Pamplona)  

Unos acordes de música country habrían acompañado a la perfección el momento en que David puso de nuevo sus pies en el pueblo. Esos mismos acordes que le habían hecho compañía mientras conducía su traqueteante Chrysler por la solitaria carretera 35, que conectaba Minneapolis con Laredo. Sin embargo, mientras observaba de nuevo las familiares casas de madera, lo que le rodeaba era la ausencia de sonido. El silencio lo invadía todo entre los carteles de bienvenida y despedida que marcaban el territorio de aquel pueblo-calle, que recordaba mucho a las ciudades fantasma de las películas del Oeste, tal vez demasiado. Rodeado de ese mutismo David se internó en la calle, dejando atrás la polvorienta explanada en la que había aparcado su vehículo.

Nunca había recorrido con tanta lentitud aquella calleja. Tal vez fuese el peso de las preocupaciones lo que deceleraba sus pasos o, tal vez, el hecho de no hacer el camino a lomos de su caballo Bruce. Sus pasos eran milimétricos, como si quisiera saborearlos igual que si fueran los últimos de su vida.

Antes de llegar a la segunda vivienda comenzó a recordar. Las casas, sus habitantes, todo encerraba recuerdos de un pasado ya olvidado por el mundo, pero no por David. Siguió su avance hasta que se detuvo frente al número 16. Conocía aquella casa, aquella pequeña valla de madera, aquel jardín marchito. Conocía el origen de las marcas sobre la cancela de la vivienda; aún recordaba el arco con el que solía disparar cuando regresaba de la escuela...

Abrir la puerta no fue difícil. Atravesó el camino de guijarros que conducía a la entrada de la casa y empujó la puerta, que cedió pronto a sus débiles golpes. La decepción fue inmensa. David se había convencido a sí mismo de que no encontraría a nadie, de que el pueblo estaría abandonado, pero aquello superaba sus expectativas. La soledad podía captarse por los cinco sentidos.

Entró en el salón mientras el crujido de la vieja madera rompía el virginal silencio. Las sillas seguían en la misma posición que cuando las vio por última vez. El armario llamó su atención. Las fotos seguían en el estante superior.

David se deshizo de los guantes de piel que cubrían sus manos, dejándolos sobre la repisa. Una nube de polvo se elevó cuando tocaron la superficie del anaquel.

Palpó con los dedos, ahora descubiertos, el fino cristal que recubría una de las fotografías. Un movimiento involuntario de los labios se le escapó al reconocerse de niño en el centro de la instantánea. Abrió su maletín. El eco de la cremallera rebotó, trémulo, en las paredes de la sala. Introdujo con cuidado la fotografía en su interior. Luego, volvió a cerrarlo. Salió del salón y subió las escaleras tapizadas que conducían al segundo piso.

En su cuarto todo parecía igual. Cuando abrió la puerta pintada de azul tuvo la sensación de haber roto algo. Todo indicaba que en siglos nadie había entrado en aquella estancia. Una fina retícula de negrura cubría cada uno de los objetos. David se colocó en el medio y giró sobre sus talones para abarcar toda la habitación, que durante tantos años había sido suya. Se encaró hacia el pequeño escritorio. Su caja azul estaba abierta y vacía, pero el bote de canicas seguía en el mismo sitio.

David hizo lo mismo que antes: introdujo el bote de cristal dentro de su maletín después de mirar el reloj. No le quedaba mucho tiempo si quería llegar a San Antonio antes del anochecer. Suspirando hacia dentro, como si temiera romper el silencio, desanduvo sus pasos y salió de la casa para dirigirse al coche.

Mientras abandonaba el pueblo no pudo evitar pensar en el pasado. ¿En dónde se encontraría ahora cada una de las personas que vivían en aquel solitario lugar cuando el lo abandonó? Se dio cuenta de que había olvidado sus guantes en la casa, pero no regresó a recogerlos. Pasarían a formar parte de aquel templo del olvido.