III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Rutina

Irene Tor Carroggio, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

       Allí estaban de nuevo, metidos en ese trasto que Roberto cuidaba con tanto esmero. En la radio sonaba una canción demasiado actual como para que le gustara. Compuso una mueca de disgusto y cambió de emisora. Escucharon entonces las noticias. María suspiró. Recordaba el primer coche que se compraron: un seiscientos, automóvil que en su época tuvo gran éxito y que a ellos les supuso el inicio de un nuevo mundo y los ahorros de muchos años de trabajo.

       El seiscientos había pasado a mejor vida. Roberto se empeñó en comprar otro coche en el que cupiesen todos, y eso que aún no había niños correteando por la casa. Él los deseaba y todavía hoy, a los sesenta y cuatro años, los sigue aguardando. Anhela que, en cualquier instante, un pequeño salga de cualquier esquina, que se le tire al cuello y le llame “papá” y él tenga que regañarlo por armar alboroto. Lo añora. María lo sabe y aunque él jamás le recriminó nada, se siente culpable, pero cada mañana moja las penas en el café y se las traga, como siempre ha hecho y como parece que está destinada a hacer el resto de su vida.

       María le miró: allí estaba Roberto, su marido. Era un hombre con entradas marcadas, canoso y un poco arrugado. Tenía unos ojos de color aguamarina, preciosos, capaces de enamorar a cualquiera, pero que competían con una tripita que amenazaba crecer si continuaban los excesos en el bar. Ella no sabía si le quería o si ya lo tenía demasiado visto. Era él y punto, el hombre con el que vivía desde hacía demasiados años como para recordar los sucesos de antes de que apareciese en su vida. Se levantaban cada día y desayunaban en silencio. María veía a Roberto que leía y releía la misma página del diario, no porque estuviese interesado en la actualidad, ni mucho menos. Lo hacía para esquivar la mirada de su mujer, que le recordaba que tenían que hablar. Pero, hablar... ¿de qué?

       María notó que Roberto se incomodaba, giró la cara y miró por la ventanilla. A lo lejos se divisaba una fina línea azul. Se dirigían a la costa, como cada verano, a esa casita en la playa que en su tiempo había sido de los padres de él. Les esperaba un agosto caluroso y lento. Se sentarían cada tarde en el porche, él leería o dormitaría y ella pensaría qué podría hacer de cena, si macarrones o ensaladilla, y por décimo quinto año consecutivo miraría con asco las paredes del porche y se propondría pintarlas de otro color. El silencio sólo se vería turbado por algún “voy al baño” o “creo que suena el teléfono, ¿vas tú?”. Se levantarían hacia las ocho, cenarían a las ocho y media y a las nueve ya estarían en la cama, intentando conciliar el sueño. Alguna mañana él le invitaría a dar un paseo por la orilla del mar, pero ella sabía que Roberto prefería caminar solo, así que le diría “vete tú, que tengo trabajo” y contemplaría desde el porche cómo se descalzaba para irse a paso lento, muy lento, para no llegar así demasiado pronto.

       El coche se detuvo. Habían llegado.

       -¿Qué harás para cenar?

       -Lo que prefieras, macarrones o ensaladilla.

       -Lo que te sea más fácil.

Roberto aparcó y descargó los bultos. Cuando acabó entró en la casa, dejando la puerta abierta y a María todavía en el auto. Se oía de fondo una canción de los Beatles.

       -¡María, no hay agua caliente! -chilló desde el segundo piso.

       Siempre tuvo una buena voz. Cuando eran novios, María bromeaba diciéndole que debía de haber sido barítono.

       -¿María...?

       Ella sonrió al bajarse del coche. Pensó que le apetecía cocinar algo diferente, tal vez una ensalada para después recuperar al amor de su vida.