XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Salvas de fuego 

Marcos Ojembarrena, 16 años

Colegio Munabe (Vizcaya)

Había llegado la hora de entablar el combate. Después de tres intensas semanas de constante carrera, el navío de línea inglés había alcanzado al pesado galeón español. Desde entonces, este le esquivaba, pero el barco enemigo era más ligero y ágil, pues se trataba del buque más versátil de la época, ya que tenía el casco reforzado, lo que aumentaba su seguridad frente al obsoleto bajel íbero.

Al encontrarse al enemigo a tan corta distancia, el vigía tocó a zafarrancho de combate. Froilán, el capitán, al escuchar el aviso subió a la toldilla junto con varios oficiales y guardiamarinas, con el fin de dar las órdenes al timonel. Abrió su catalejo y observó con detenimiento la nave enemiga, que se  acercaba veloz por la proa. El contramaestre, a su vez, corrió hasta el castillo de proa para evitar que el fuego enemigo se deshiciera a la vez de los dos mandos principales del barco. Tras haber adoptado la nueva posición el segundo al mando agarró con fuerza el escapulario que portaba atado al cuello y empezó a rezar. 

En el interior del barco los marineros retiraron las hamacas y las guardaron en las batayolas de la cubierta superior, a modo de protección contra la metralla y las balas de mosquete de los ingleses, así como contra las astillas que estos pudieran romper en el casco. A su vez, varios infantes repartieron entre la tripulación mosquetes y armas blancas, a fin de que se defendieran de un posible abordaje. Los artilleros de las baterías se cubrieron la cabeza con toallas y trapos a modo de turbante, para evitar que los desperfectos del barco les impactaran en la cabeza.

Froilán, al comprobar que la nave de la pérfida Albión les ganaba a barlovento, mandó virar el galeón para que sus cañones de babor pudieran adelantarse a los del enemigo. Cuando el galeón terminó aquel movimiento, el bajel inglés estaba ya a su costado. Los perfiles de ambos barcos se miraban fijamente cuando los tripulantes del pabellón español sintieron que el tiempo se detenía ante la primera deflagración de la artillería británica. En menos de un instante, el estruendo causado por las bolas de plomo ensordeció la sentina. Las balas golpearon las tablas como miles de avispas, causando atroces heridas a la marinería peninsular. Los grumetes tuvieron que echar arena por las cubiertas, para que los soldados no se resbalara con su propia sangre.

Tras esta primera oleada, los supervivientes tomaron los cañones para devolver el lance al enemigo, como dragones escupidores. El fuego salpicó al navío de línea enemigo, que se defendió del impacto con firmeza. Siguiendo esta secuencia, el combate se prolongó durante horas. El galeón español empezaba a desmoralizarse; se amontonaban los heridos en la bodega para que sus llantos y quejas no desalentaran a la tripulación.  

Froilán tenía que tomar una decisión definitiva: rendirse o luchar, consciente de que con una andanada enemiga más, su pabellón se hundiría en el océano. Después de madurarlo, tomó la decisión de lanzar un disparo certero contra la santabárbara británica, para que aquel barco del demonio volara por los aires. Se tomó su tiempo en medio del fragor de la batalla, en busca de los refuerzos que delataran su posición. Después bajó a dirigir a los artilleros. Antes de disparar, les arengó: 

–Marineros, infantes españoles: quien contra el viento quiere mear, por fuerza se ha de mojar. ¡Nosotros somos el viento!

Su armada se animó y gritó al unísono:

–¡Por Dios! ¡Por España! ¡Por el rey! 

Cuando el galeón abrió fuego, una bola incandescente envolvió al bajel inglés. Hubo unos momentos de silencio. Después el enemigo, sin responder al terrible envite, izó la bandera blanca. El capitán inglés, frustrado, entregó su espada y el barco a Froilán, y desarmó a sus bravos soldados, a quienes ofreció devolverles a puerto antes de que se hundieran en la mar. El mando, ahogado en  orgullo, rechazó la oferta. 

God save your men –le deseó Froilán con una perfecta pronunciación.

Acto seguido le devolvió la espada.

–¡Soldados! –gritó a los suyos–. ¡Poned la proa rumbo a Cádiz!