III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

¡Se busca!

Irene Tor Carroggio, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

    Hacía ya unos dos meses que no veía al abuelo Antonio. Al principio no me di cuenta, todo parecía normal, pero aquel domingo no estaba en la comida familiar, nadie tomó una copita de anís ni criticó el peinado de mi madre. ¿Dónde estaba el abuelo? La comida transcurrió tranquila, interrumpida de vez en cuando por algún sollozo de la abuela, que me miraba y decía: “Y a éste, pobrecito... ¿Cómo se lo diremos? ¡Qué pena...! ¡Qué desgracia...!”

    Pregunté por él, pero mi madre buscó rápidamente un cigarro, lo encendió nerviosa y me dijo que me fuese a jugar y que dejase a los mayores. Volví a preguntar por él dos días más tarde, cuando vi que la abuela recogía sus cosas y las guardaba en un baúl. Entre sollozo y sollozo, preguntaba por qué se lo había llevado y pedía que también se la llevase a ella, que sin el abuelo ya nada tenía sentido. Al verme, dijo:

    -Niño, sal de aquí. Vete a la cocina y dile a la Juana que te dé pan con chocolate. ¡Y súbete esos calcetines!

    Me fijé en aquella anciana desolada, sola pese a tener la sala de estar repleta de coronas de flores y de gente pendiente de ella. Vestida de riguroso negro, mi abuela recuerda a esas viejitas que todavía van a la iglesia con la mantilla negra y el misal en latín. Nunca fue cariñosa. El abuelo Antonio era el que me contaba los cuentos y el que me arropaba por las noches mientras ella se encargaba de recordarme que me lavase los dientes y que no me mordiese las uñas.

    No lo entendía; no la entendía. Parecía querer culpar a alguien por la desaparición del abuelo, a una tal señora meningitis… Le pregunté a mamá por aquella misteriosa mujer y se rió un poco, hasta que debió acordarse de que estaba de luto y calló de repente. Me dijo que nada de mujeres, y que no dijese nada de esto a la abuela, que se enfadaría y que dejase ya de hablar del abuelo, que no volvería.

    Pero yo no podía parar. Al abuelo no le gustaría volver y encontrarse con semejante estampa: su mujer e hijas de negro, su yerno de un gris dudoso y el gato de blanco. Bueno, el gato siempre lo fue: era lo único que no había cambiado. Bolita era blanco como la nieve que olía el abuelo el primer día que nevaba, porque decía que si la nieve caía del cielo, tenía que oler a él. La casa tampoco estaba igual: ya nadie daba cuerda al reloj ni se atrevía a replicar a la abuela. Ya nadie cantaba habaneras ni miraba las estrellas echado en la hierba.

    Me llamo Hugo y busco un hombre que se llama Antonio y tiene muchos, muchos años. Sonríe a todas horas y le encanta el estofado de mi abuela. Si alguien le ha visto, que le digan que vuelva, que tiene que cambiar la bombilla a una lámpara, que le debe dos euros al quiosquero, que… Que le digan que estoy triste sin él.