I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Secretos de Carolina

Mónica Suárez, 15 años

                 Colegio Orvalle. Las Matas, (Madrid)  

     Dan las ocho en el despertador color rosa pálido. Suena un pitido ensordecedor que a Carolina ya no le afecta. Parece haberse vuelto insensible al mundo, aunque ella no lo quiera ver así.

     Aborrece madrugar y arreglarse a toda prisa para ir al colegio, pero aún detesta más tener que enfrentarse a un nuevo día. Porque el cielo ya no es azul y el sol le ha negado sus rayos; porque cada amanecer le despierta con grises nubarrones y en cada anochecer concilia el sueño escuchando truenos de una tormenta que la persigue sin descanso.

     Y es que hasta sus amigos desisten en el intento de ayudarla, porque tiene el corazón entre rejas, y el alma que no sabe si está ya muerta o si sobrevive.

     ¡Cómo llora al volver a casa! Se echa sobre la cama y allí se pasa las horas, hasta que decide probar suerte con las matemáticas y la geografía, o sueña hasta el siguiente aviso del despertador. Y casi es mejor que duerma, porque ahora su vida es una tortura sin freno: la va deshaciendo poco a poco, en silencio.

     Día y noche reza por su madre enferma, cuyos lamentos taladran con dureza sus oídos; día y noche por su padre ausente; día y noche por su hermana, para que traiga dinero a casa; día y noche por su hermano, para que vuelva a ser de la familia y le acompañe en su dolor.

     Siendo tan joven ha perdido la ilusión y la alegría. Parece no quedarle nada. Todo alrededor es castigo. Hasta los recuerdos ahora son como espinas y las palabras como cardos secos. A Carolina y a su hermana apenas les queda amor. A la segunda se le murió el corazón y la primera lo mantiene vivo mediante oraciones: un misterio del rosario cada mañana por el sufrimiento de su madre, y otro misterio cada noche para que si al final ella les abandona, sea mientras duermen.

     En mí ha encontrado apoyo. Había olvidado mi existencia, pero ahora soy su más fiel compañero. Sobre mí deposita todo su llanto a diario. Cada lágrima es como una puñalada de hierro candente que me atraviesa sin piedad. Sé que en su vida hay un ‘él’ o, mejor dicho, lo había, porque a la triste Carolina se le olvidó amar. Él buscó otra flor porque se había convertido en rosa cubierta de espinas, y se marchitaba día a día.

     Los ojos de esta niña ya no brillan. Son día y noche cristales empañados que la han convertido en desconocida. Sus mejillas parecen senderos pantanosos, acostumbrados a la humedad de las lágrimas. Su cabello quiere envejecer y su cuerpo lucha por quedarse quieto por siempre, para que ella no sienta ningún dolor y repose inmóvil el resto de sus días, ajena a su cruda realidad.

     Y tocaba Carolina el piano para olvidar, sirviéndole cada tecla como desahogo, para que cada nota sustituyera a una lágrima y la melodía completa a la congoja que la había convertido en chiquilla atribulada.

     ¡Cuántas partituras inventadas por ella me mostraba! ¡Qué forma de adorar la música…! Me quemaba por dentro la curiosidad de saber por qué dejó de componer. Sólo hasta que empezó a confesarme sus secretos pude comprender su dolor, y traté de interpretar de la mejor manera posible las duras palabras que utilizaba.

     Aún así, ayer vi la luz de la esperanza, porque Carolina vuelve a soñar, vuelve a conocer la ilusión: quiere viajar lejos y estudiar medicina. Quiere librarse del padecimiento que sufre y librar a otros, para que no se hundan como ella.

     Y ahora pienso y me pregunto una y otra vez, si esta niña dulce, si esta niña flor es un ángel candoroso que viene a dejar impreso en mí, un vulgar diario, una parte del sufrimiento humano.