X Edición
Curso 2013 - 2014
Secuestro
Carlota Cumella, 16 años
Colegio Canigó (Barcelona)
Era de noche. Le habían advertido muchas veces que era imprudente salir de paseo a esas horas, pero la chica de cabello moreno tenía prisa y se internó por las callejas.
Primero fue una mano que le tapó la boca. Inmediatamente, un pinchazo en el costado y un repentino mareo, una confusión… Silencio, oscuridad. Supo que la arrastraron de las manos, pues se le había cortado la circulación en las muñecas. Horas después, cuando al fin recuperó la consciencia, descubrió que le habían sentado y que tenía las manos atadas al respaldo de la silla. Comprendió que la habían secuestrado, que la habían conducido a la fuerza a un lugar sin luz. Dejó caer la cabeza y el pelo le cubrió la cara.
Oía un cuchicheo, ¿Hablaban en ruso? Le pareció distinguir una voz grave en un tono más elevado. No había duda de que esa correspondía al jefe. Y ahora, ¿qué? Unos pasos se acercaban. La madera crujía bajo los pies de sus secuestradores. La joven apenas respiraba, sentía el latir del corazón en la boca y la mente se le quedó en blanco Y ahora, ¿qué?... Optó por hacerse la dormida, como si continuase sedada. Apretó los párpados e hizo un esfuerzo por normalizar el ritmo de su respiración.
El chirrido de una bisagra la avisó de que habían entrado en la habitación. Sintió cómo alguien la miraba muy fijamente, de cerca. ¿Sabían que está despierta? Si. La angustia de no saber qué pasa pudo con ella. Entreabrió los ojos y descubrió a un hombre con barba y rasgos faciales muy marcados, ojos oscuros y mirada vacía. No tuvo tiempo de ponerse a especular, pero rondaría los treinta años.
Oyó un grito en un lenguaje incomprensible y una mano se le apretó con fuerza a la cara. El parpadeo la había delatado. Abrió los ojos. Había un fluorescente en el techo y una mesa con una esquina roída. Otra mano golpeó su mejilla, ya marcada. La joven cayó al suelo y se golpeó la cabeza con tanta fuerza que perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí supo que le habían roto la mandíbula. La mejilla le ardía como si estuviese en llamas. Se encontraba en el suelo. Cuando se giró sobre sí misma, la cara de la muerte le quedó al descubierto.
Había llegado el momento de que se la llevase. Le cubrió con su manto y sus dedos fríos y afilados le cerraron los ojos. El cuerpo de la joven yacía inerte, pues la muerte se llevó consigo solo su alma, que al fin y al acabo era lo más valioso.