XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Secuestro 

Gabriel Pereda, 15 años

Colegio Munabe (Vizcaya)

Juan se levantó para cumplir los rituales de cada mañana. Después de desayunar tomó sus libros y salió hacia la parada del autobús escolar. Como era invierno, las calles estaban oscuras. Le llamó la atención un coche viejo que ronroneaba junto a un semáforo. 

Enfilaba el muchacho la última recta hacia la marquesina del autobús cuando se cruzó con un hombre de larga barba, vestido de negro. Por su aspecto, Juan tuvo la impresión de que no se había aseado desde hacía tiempo. Asustado, apretó el paso.

De repente notó un pinchazo en la espalda y cayó al suelo, de donde alguien le recogió, pues no se podía mover –sólo era capaz de ver y escuchar–, para encerrarlo en el maletero del coche antiguo.

El automóvil se detuvo un rato después. Juan escuchó unas voces:

—¿Te has equivocado de camino? —dijo una de ellas—. ¡Eres un inútil!

—Pero, ¿qué dices?... Eres tú el que lleva el mapa —. La conversación parecía tensa—. Y ahora qué hacemos, cabeza chorlito.

—Demos media vuelta y durmamos en un motel que he visto hace un rato. Mañana pensaremos en una solución.

El coche arrancó de nuevo. Juan, en su interior, tenía la sensación de que llevaba treinta minutos en aquel compartimento, pero al consultar su reloj, se percató de que el secuestro duraba ya diez horas.

Cuando el automóvil se volvió a parar los secuestradores se bajaron. Se hizo un silencio gracias al que logró apreciar el canto de los grillos. Le dolía todo el cuerpo y había tenido que orinarse encima, pero también sentía un cosquilleo en los pies que le anunciaba que faltaba poco para que pudiera moverse con facilidad. 

Empezó a aporrear con todas sus fuerzas la puerta del maletero, hasta que hizo un vano de luz en la chapa. La siguió aporreando con más intensidad, hasta que logró una abertura por la que abandonó el coche. Entonces echó a correr y cruzó la carretera. No sabía en dónde estaba ni hacia dónde se dirigía. Quería volver a casa, pero la cabeza le daba vueltas, pues sentía la debilidad propia de quien no ha comido ni bebido durante horas. Para más inri, aquel lugar estaba repleto de zarzas. 

La luz de una linterna le descubrió. Eran los dos secuestradores, que corrían tras él ayudados por antorchas. Juan aceleró el paso y los criminales, al ver que se alejaba, le apuntaron con sus pistolas y comenzaron a disparar con un ruido ensordecedor. 

El muchacho se tiró al suelo para dificultar la visibilidad de los secuestradores. Aprovechándose de que las zarzas eran altas, se arrastró por el suelo. Las espinas se le clavaban en la ropa y en la carne, pero aguantó ante la perspectiva de una bala y llegó a un arroyo, donde decidió esconderse detrás de un gran tronco. Cuando, pasado un rato, se asomó por encima de la corteza, vio al señor de la barba junto a ambos bandidos, lo que le hizo sentir ganas de ir a por él, pero… se dio cuenta de que tenía todas las de perder.

Después de un largo rato se durmió, agotado. Soñó que se encontraba en su casa, con su familia, a la que contaba chistes. Pero se despertó al punto cuando algo se movió cerca de él. Observó atentamente para descubrir qué había causado aquel ruido, pero no encontró nada. Miró el reloj, iban a dar las siete en punto.

Como la mañana era oscura y había niebla, pensó que se daban las mejores condiciones para volver a la carretera y buscar alguna forma de regresar con los suyos. Caminó hasta que vio de lejos el aparcamiento del motel. Al descubrir que el coche de los malhechores ya no estaba, se sintió al fin libre. 

Se acercó al edificio. Había un cartel pegado a la pared, escrito en francés. 

<<¡Estoy en Francia>>, pensó con asombro. <<¿Por qué aquí?¿Qué querrían de mí?>>, pero no consiguió responderse ninguna de esas preguntas que le atormentaban.

Entró en el motel y buscó un teléfono para llamar a sus padres. Era de pago y no llevaba dinero. La tristeza de desbordó y perdió el sentido. 

Una mujer le ayudó a levantarse y le acompañó hasta una butaca, donde se sentó. El chico estaba sucio de barro, olía mal y tenía un sinfín de pequeñas heridas. La señora le interrogó en francés, pero Juan no era capaz de entenderla; se limitó a secarse las lágrimas. Cuando consiguió relajarse, el chico le hizo signos para comunicarle que necesitaba monedas para telefonear.

–¡Mamá!... –pronunció al escuchar una voz conocida al otro lado de la línea.

Un año más tarde la policía descubrió el motivo del secuestro: se trataba de un intento de soborno. Los secuestradores confesaron que tenían pensado pedir una fortuna a los padres de Juan a cambio de la vida de su hijo, pues el hombre de la barba era un antiguo cliente de la empresa familiar que desde hacía años se dedicaba a negocios sucios. La banda fue juzgada y condenada. Mientras tanto, Juan regresó a su vida habitual, la que tanto había añorado durante el secuestro.