V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Secuestro

Miguel Fabra, 17 años

                 Colegio El Vedat (Valencia)  

Se oyó un crujido y un rayo de luz blanca atravesó la habitación hasta dar en sus ojos. Rápidamente, se los tapó para no deslumbrarse al mismo tiempo que se oían una voces imposibles de entender y aparecía un plato que presumía portar algo comestible. Hacía ya tiempo que se había acostumbrado al sabor a gasolina del mejunje que le preparaban como almuerzo. El sabor del pan, del tomate..., eran una quimera, un sueño de tiempos inmemoriales.

Echaba de menos escribir y leer un buen libro porque estaba inmerso en la oscuridad de la habitación. Esa oscuridad, densa y pesada, le impedía verse incluso la punta de la nariz. Pero inventaba historias en su cabeza. Evocaba lugares desconocidos. A veces recordaba cómo era su vida, cuando no tenía tiempo para nada y su cabeza estaba llena de números, gráficas y personas con las que tenía que competir. A veces, protegiendo su conciencia del remordimiento. Ahora que no veía, se preguntaba si de verdad había perdido o había ganado una vida metido en aquel agujero.

Sus captores nunca entablaban conversación con él. Esto se convirtió en una de sus principales angustias.

“¿Porqué me tienen aquí? ¿Quiénes serán?”

Al imaginar el interior de sus conciencias, sentía lástima.

Se propuso hablarles. Quizás así les entendería mejor. El mundo era extraño y el contraste entre su anterior vida y la actual, le desconcertaba. Ahora se sentía bien. Era un sentimiento extraño: estaba en paz, pero necesitaba gente, le interesaba la gente. Había perdido el poder del que antes disponía.

Se abrió la rendija.

-¡No cierres! ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?

¿Cómo iba un secuestrador, precisamente un secuestrador, a responder esas preguntas? ¡Qué poquito las había pensado! Pero no le volvería a pasar.

Era difícil distinguir, en esa cueva, entre la verdad y la mentira. ¿Cómo diferenciar realidad de ficción? Sin referencias visuales, todo parecía igual, todo era realidad. No había nada imaginario.

Al día siguiente se abrió de nuevo el ventanuco y el plato apareció, quebrando el rayo luminoso.

-¿Cómo te ha ido el día?

Se corrió la portezuela con gran estruendo. Otra oportunidad perdida. ¿Qué se le preguntaba a un secuestrador?

El rayo volvió a surcar la habitación.

-¿Que cómo me ha ido el día? -la voz sonaba grave, firme e, incluso, amenazadora-. Mañana no comerás.

La voz se cerró con el sonido metálico del pequeño portillo.

Pero la luz volvió a cruzar la habitación .

-Me llamo Hermes -dijo ahora con un temblor- y te has ganado la libertad.