II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Sí quiero

María García Casas, 16 años

                Colegio Senara (Madrid)  

    Desde que volvimos del hospital, no me mirabas como siempre. Una leucemia había conseguido cambiar tu mirada. Sabía que lo estabas pasando mal, pero mi dolor era aún mayor. Me esquivabas, evitabas mis muestras de cariño, no saludabas ni comentabas los sucesos del día. ¿Por qué permitimos que el dolor físico consiguiera corroer nuestro amor? Un amor que había demostrado ser inquebrantable.

    Entré al salón. Estabas mirando la televisión, pero tu pensamiento volaba lejos de la sala, de nuestra casa, de mí… No te imaginas lo que daría por viajar mentalmente contigo.

    Desesperanzada, entré a la cocina. Mientras preparaba algo de cena, sentí que te acercabas a la puerta.

    -Ana, mañana empiezo el tratamiento. Saldré antes de casa.

    -Ahora llamo a la oficina para pedir el día libre.

    -No hace falta que vengas. Puedo ir sólo. De momento, sigo siendo autosuficiente.

    Conseguiste hundirme por completo. Puedo asegurarte que, en ninguna ocasión desde que nos conocemos, me habías tratado así. No era una simple mala contestación. Detrás había mucho más, y me moría por poder ayudarte.

    No pude evitarlo y rompí a llorar. Lenta y tímidamente te acercaste. Me recordaste a ése chico que, con dieciocho años, iba a recogerme a la puerta del colegio. Efectivamente habíamos retrocedido muchos años, intrigados por la incertidumbre con la que se nos presentaba el futuro. No podíamos hacer nada… Esa es la imagen que se transmite cuando una enfermedad entorpece tu camino. Pero yo estaba convencida de que con nuestra unión podríamos conseguirlo todo.

    Al fin me abrazaste y me susurraste un perdón casi indescifrable entre sollozos. A los cincuenta años habíamos vuelto a la desconcertante adolescencia. Volvían a nosotros todos los miedos. Se habían derrumbado los pilares de nuestra vida. Pero no podíamos olvidar que aún conservábamos el más importante, el principal: el amor.

    Tus ojos, cubiertos de lágrimas, pedían a gritos ayuda para superar un camino largo y doloroso. Y yo estaba dispuesta a dártela. En ese momento confirmé mi amor hacia ti, tras más de veinte años de matrimonio y cinco hijos.

    Podrá parecer extraño, pero una sensación de seguridad recorrió mi cuerpo. Tuve la certeza de que, pasara lo que pasara, sería lo mejor para nosotros. Estaba absolutamente decidida a comenzar ésta aventura junto a ti.

    Si tus ojos reclamaron ayuda, los míos transmitieron un claro asentimiento. Pronuncié en silencio un “sí quiero” mucho más rotundo y decidido que aquél que se escuchó durante nuestra boda. Las nuestras eran, realmente, dos vidas que confluían en una sola.