V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Siempre en mi mente

Patricia Picardo, 15 años

                   Colegio Aldeafuente (Madrid)  

Hospital de Móstoles. Una habitación cualquiera.

Me resultaba incómodo ver a mi padre tendido en la cama, sin su energía habitual. Respirábamos un ambiente triste, como de despedida. Después de tres años de quimioterapia, una metástasis en el colon nos había quitado toda esperanza. Él se daba cuenta de su situación y quería aprovechar cada minuto, consciente de que su final en la tierra estaba cerca.

Mi padre siempre tenía algo que enseñarnos. Aprovechaba cualquier situación para que aprendíeramos algo nuevo. No importaba si nos encontrábamos en un atasco de tres horas, en medio de una tormenta de nieve en Monrepós (qué buena ocasión para hablarnos de la paciencia) o si el problema era una discusión entre hermanos (exigía que siempre nos pidiésemos perdón). Veía la familia como a un equipo, donde lo más importante para que éste funcione es la cooperación entre todos, cada uno cumpliendo su función, poniendo especial empeño en hacerla lo mejor posible.

Tumbado en aquella cama de hospital, nada había cambiado.

Nos habló de la fuerza de voluntad, de la capacidad de los hombres para cumplir los sueños que nos proponemos. Nos invitaba, como cuando éramos pequeños, a disfrutar de cada elección que nos planteara la vida y a saber aprender de nuestros errores, aceptando sus consecuencias con responsabilidad.

Nos habló de seguir adelante, con la mirada al frente y la cabeza alta hasta el final, tal y como él estaba haciendo y nosotros podíamos comprobar.

Yo le miraba, tratando de no perder ninguna de sus palabras, que me servirían como plantilla para el resto de mis días.

Reconozco que, en momentos así de tensos, el pensamiento vuela. El mío me llevó a Jávea. Era una tarde de verano. Después de un día caluroso en la cala, volvíamos a puerto. Corría una brisa característica del atardecer. Papá estaba nervioso. Éramos muchos, ya que algunos primos se habían sumado a la travesía. El motor se rompió y las risas cesaron. Papá descubrió en donde se escondía la avería, devolviéndonos la tranquilidad.

Ese mismo verano, aprovechando un día claro y suave, decidimos subir la única montaña del pueblo, el Montgó. Íbamos la familia entera. La ascensión duraba, al menos, tres horas. Al cabo de un buen rato de paseo, no podíamos más. A mi padre se le ocurrió una comparación: la vida, nos dijo, es como esta subida: cuanto más llevas andado, más cansado estás, pero más motivos tienes para seguir y alcanzar la meta.

Mi padre falleció. Dios se lo llevó con Él el pasado 25 de julio. Alcanzó su meta. Llegó al comienzo de su felicidad inagotable.