XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Sigilo sacramental

Paloma Peñarrubia, 17 años 

Colegio Senara (Madrid) 

–Ave María Purísima...

Sebas, uno de los alumnos del colegio del que el padre Ricardo era capellán, acababa de arrodillarse en el confesonario. Aunque no era habitual verle en la capilla, el cura respondió según lo previsto por la liturgia:

–Sin pecado concebida. Cuéntame…

–Padre, no quiero asustarle –. Don Ricardo había oído esa frase muchas veces: constantemente venían los alumnos a contarle sus miserias y debilidades. Tras recibir un gesto tranquilizador a través de la rejilla, prosiguió:– Es que... Yo le odiaba... Me hacía la vida imposible... E iba a acabar con mi madre.

–Hijo mío, ¿qué ha pasado? ¿De quién hablas? –inquirió el capellán, alarmado.  

–De mi padrastro. Mi madre se casó con él hace dos años. Él lo hizo por dinero, pero cuando descubrió que mi madre no tenía tanto, no ha dejado de maltratarla. Habrá usted visto que por las mañanas vengo al colegio una hora antes; es para no cruzarme por el pasillo con el muy... –con esfuerzo, Sebas contuvo la palabra–. Perdón.

–No te preocupes –le dijo el sacerdote–. Pero, dime, ¿qué has hecho?

–Déjeme que empiece por el principio –se quedó pensativo–. Él empezó a beber. Al principio pensé que eso era mejor, pues se pasaba las horas fuera y cuando volvía, dormía la mona. Pero después se emborrachaba en el salón de casa. Pero hoy... –en este punto, Sebas se detuvo. 

–¿Hoy?... ¿Qué ha pasado hoy?  

–Estaba como una cuba... Se volvió loco... Tenía los ojos inyectados en sangre... Temblaba... Le prometo que era terrorífico... E iba a pegarla. Lo noté: iba a pegarla. Si yo no hubiera estado ahí, lo habría hecho. 

–Pero tú le detuviste, ¿verdad, Sebas? 

Sebas no hizo acuse de haberle escuchado, y prosiguió: 

–Le solté un puñetazo y, antes de caerse al suelo se dio en la cabeza con la esquina de su maldito mueble–bar –. Un escalofrío recorrió la columna del cura–. No fui consciente de lo que había pasado hasta que mi madre gritó: <<¡Asesino!>> –. Ante el silencio de don Ricardo, Sebas comentó–: Ya le dije que se iba a asustar. 

–Tranquilo, hijo. Al fin y al cabo, no tenías intención... Y lo hiciste por tu madre –a medida que juzgaba la escena, el capellán se sentía más calmado–. Pero no puedo darte la absolución; corresponde a una autoridad superior. Tengo que hacerle una consulta al señor obispo. 

–¿Cómo? –Sebas se revolvió detrás de la rejilla–. Entonces, ¿lo que acabo de hacer no es válido? Usted tiene que respetar el secreto de confesión. ¡Por favor, no me denuncie! Ya sé que tengo muchas atenuantes, pero siempre quedaré como un asesino a los ojos del mundo. ¡Me destrozará la vida! Por favor, no lo haga.

–El sigilo sacramental se aplica desde que el penitente dice <<Ave María Purísima>>. De hecho, en cuanto salgas de aquí yo tengo el deber de olvidar todo lo que me has dicho. 

En ese punto, le extrañó no ver al chico más calmado. 

–Es que... –continuó–. Es que usted no lo sabe todo... No le he dicho que cuando mi madre me empezó a insultar, también sentí deseos de matarla a ella. No es algo nuevo; me pasa con frecuencia desde que se casó. Porque cada vez que la veo humillarse ante él, me veo capaz de...

–Pero, ¿qué dices? –el sacerdote había dado un respingo en la silla–. ¡Es tu madre!

–Lo sé, padre. Y confieso que estos deseos no me nacen solo contra ella. En esos momentos podría asesinar a cualquiera –Sebas puso énfasis en cada palabra. 

–Hijo mío, no puedo decirte nada más que debes ir a un psiquiatra. 

–¡No! No puedo hacer eso –le respondió con violencia–. Bastante tengo con soportar ser “el del padre trompa” por parte de un compañero que es mi vecino. Me llamaría “el tío del manicomio –. Tras un instante, añadió:– ¿O me va a imponer como penitencia, además de entregarme, pasar por un loquero?

El cura guardó silencio. Se preguntaba qué hacer, y se le venía una y otra vez a la mente el canon 983.1 del Código de Derecho Canónico: “Le está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo”. De repente, se le ocurrió una idea, porque también está escrito lo de “…tome su cruz y sígame”. 

–Ya te he dicho que el sigilo sacramental el inviolable. Además, ni te puedo imponer que te incrimines ni ponerte una penitencia, dado que no puedo absolverte. –Tras una corta pausa, añadió–: Solo te voy a pedir una cosa: cuando vuelvas a tener ese impulso destructivo, ven a verme. 

–Pero, don Ricardo… ¡Podría matarle! –exclamó, como asustado. 

–Tendremos que correr el riesgo –contestó, medio en broma medio de veras, antes de salir del confesonario–. Ahora, espera a que llame al obispado. ¿Quieres que después te acompañe a hablar con tu madre?

–¿Usted no me odia después de todo lo que le he revelado? 

–De ser así, me quedaría demasiado poco tiempo de vida como para cogerte tirria. Además, siempre me has caído bien, Sebas. Me alegro mucho de que te hayas decidido a venir. 

–Ya... –. El chico tomó al sacerdote del brazo para detenerlo–. ¿Y si ahora le dijera que todo lo que le he contado es mentira, que he hecho esta pantomima porque aposté con unos compañeros a que conseguía escandalizarle y romper su sigilo sacramental?... –Sebas no quería que se notase que tenía la voz rota–. ¿Me perdonaría, padre? –. El capellán vio cómo le bajaba una lágrima abrasadora–. ¿Me perdonaría? 

–Te he dicho que al salir yo debo olvidar todo lo escuchado.

–Entonces, me gustaría volver al confesonario y que escuchase mis pecados.