I Edición
Curso 2004 - 2005
Soledad
Ana Isabel Rueda, 15 años
Colegio Montealto (Madrid)
Miguel vagaba a lo largo de la avenida que desembocaba en la estación del ferrocarril. Inmerso en un océano de confusos pensamientos, apenas fijaba la mirada en los rostros que, continuamente, se cruzaban con él, en una carrera desenfrenada e inútil contra el tiempo. Rostros grises, vidas grises, al igual que la suya.
Habían transcurrido dos horas desde que, eufórico, descendiera del gigante de hierro, pero tan sólo un instante había bastado para torcer el rumbo de su existencia, haciéndole comprender que veintiséis años eran demasiados.
Ahora caminaba sin prisa por el andén, dispuesto a coger el tren de vuelta a su pasado, al vacío de esos años.
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Miguel siempre había sido un niño tranquilo, cuyo único objetivo en la vida era pasar inadvertido. Sin embargo, durante su adolescencia conoció a Carlos, un carácter autoritario y arrollador, el aliciente necesario para transformar ese insípido vivir diario en una aventura en la que entregarlo todo por seguir a una persona. Carlos fue para Miguel una conducta que admirar, una amistad platónica basada en protección a cambio de servidumbre.
Esta amistad abocada a la destrucción, sufrió un inesperado giro con el repentino traslado de Carlos a la capital. Miguel guardó su dolor para sí, cerrándose al mundo y aferrándose a su dependencia de Carlos. Durante años alimentó el recuerdo de esa relación, negándose a sustituir a su idealizado amigo por otra persona.
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Miguel se detuvo ante uno de los herrumbrosos bancos que, a lo largo del andén, parecían sostener el edificio. Por segunda vez en el mismo día, se acomodó lo mejor que pudo y comenzó a pensar en lo ocurrido durante las últimas horas.
Había llegado a Madrid con la esperanza de recuperar esa amistad interrumpida tiempo atrás. Aún latía en él un sentimiento de admiración hacia aquel con quien había compartido los más intensos años de su vida.
Jamás olvidaría la sensación de abandono que le invadió al reanudar esa relación. Carlos no recordaba su rostro ni mostraba interés alguno por él. Se comportaba ante Miguel con educación, de manera semejante a como lo haría con un extraño. A medida que se desarrollaba la conversación, Miguel caía en un abismo interior que antes no percibía, oculto como estaba por la inexistente amistad que él creía duradera y que ahora se derrumbaba ante la evidencia de la realidad.
Miguel recorrió con el pensamiento los años pasados, alimentados de recuerdos, encontrando en cada instante ese vacío al que se sabía destinado y que ahora distinguía con claridad, llamándolo por su nombre: soledad, su única compañía durante veintiséis años, verdadera amiga que nunca abandona. Cobarde amistad.
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Miguel levantó la mirada. No volvería a temer al mundo, no moriría por cobardía. Ya no.