VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Sonidos prohibidos

Carlota Ciudad, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Una suave brisa primaveral hacía que se estremecieran las copas de los almendros, bajo la ventana de mi habitación. Estaban llenos de color, como si la naturaleza hubiese condensado toda su belleza en sus blancas y delicadas flores.

De repente, un ruiseñor se posó en una de las ramas del árbol más cercano. Era un ejemplar bonito. Su plumaje, una mezcla de tonos pardos y lucía unos característicos y marcados ojos verdes. Estaba tan cerca que lo podría haber tocado con la mano. El ave abrió el pico. Esperé para escuchar su precioso canto, pero permaneció en silencio, mudo. Con un suave y rápido aleteo, me abandonó.

Seguí observando las bonitas vistas desde mi ventana. Las abejas se movían rápidamente y sin hacer ningún sonido, de flor en flor.

Cinco minutos más tarde, pasó por el parque mi sobrino de siete años, Marcos, con su amigo Juan. Jugaban al fútbol. Me saludaron con la mano y continuaron su entretenimiento. Por sus expresiones, se podía decir que se lo estaban pasando bien. En un momento dado, Marcos tropezó, se cayó al suelo y se hizo una herida. Empezó a llorar, pero tampoco entonces emitió ningún sonido.

Una vez pasado el susto, dirigí la mirada hacia el interior de la habitación. A mi lado había una jaula con un canario en su interior. Me lo habían regalado hacía tiempo, para que me alegrara por las mañanas al despertarme, pero ya no me decía nada. Desde hacía tres años permanecía en silencio, como todo lo que había a mi alrededor. A veces, tanto silencio se me hacía insoportable y me daban ganas de gritar, pero sabía que no tendría ningún efecto, que no me liberaría.

Eran las consecuencias de ser sorda.