X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Sonrió

Amaya Senciales, 14 años

                  Colegio Sierra Blanca (Málaga)  

Miró hacia el cielo, del que caían copiosos copos de nieve. Tenía la sensación de que alguien observaba desde las alturas. Cerró los ojos y desechó aquella idea.

Inés se dirigió hacia su casa y por el camino se frotó las manos, para evitar la congelación de sus dedos. Debía ser puntual si no quería una reprimenda. En media hora servirían la cena (sopa de gachas) y su madre se disculparía por haberla calentado demasiado. Su padre contaría sus anécdotas del trabajo -que sus hermanos nunca se cansaban de escuchar- y tras largo rato, el reloj marcaría las once y se irían a dormir.

No podía evitar preguntarse por lo cíclico de su vida. A la mañana siguiente su maestra exhibiría la misma mueca severa; la vendedora de pescado haría su agosto con su mercancía; en algún momento de su paseo hacia la escuela, su mejor amiga la saludaría y la invitaría a jugar… Todos los días eran idénticos. Nadie parecía darse cuenta. Salvo ella, claro, que llevaba un diario. Desde el primer día, que llamó “Día X” había contado ochocientos cincuenta y cuatro. Tenía la sensación de que su pequeña agenda era un libro tan monótono que no merecía la pena ser leído.

En una ocasión le había preguntado a su mejor amiga (Laura) si no se cansaba de hacer lo mismo una y otra vez. Si no se sorprendía a menudo deseando incorporar algún pequeño cambio a aquella rutina. Laura contestó que no sabía a qué se refería.

Y en efecto, nadie lo se lo preguntaba. El alcalde, en sus discursos diarios, ensalzaba a la ciudad, afirmando que eran muy afortunados por vivir en un lugar como aquél. Pero Inés respondía -en su fuero interno- que eso no podían asegurarlo, ya que no conocían ninguna otra forma de vida. Por lo que ella sabía, habrían sido más afortunados si hiciera más calor, o si, de vez en cuando, el pueblo no se agitara. Entonces dirigía los ojos arriba y creía ver unas manchas de color rosa, con forma de dedos gigantes. Quería pensar que sólo era una impresión. Muchas veces habría deseado ser normal, no observar, no hacerse preguntas.

Una mañana se despertó sintiéndose totalmente diferente. Se incorporó, se puso su forro polar y las botas, y salió de su hogar sin desayunar. Tomó un palo que encontró por el camino y cuando quiso advertirlo, había puesto rumbo fijo a las montañas. Pese a que no había comido, iba impulsada por una energía desconocida, de manera que pronto alcanzó la cima. Inspiró triunfal, pues por una vez su diario iba a conocer una aventura. Fue a avanzar un paso más, pero se dio contra una superficie transparente. Sacudió el cabello y volvió a intentarlo. Otro golpe. Y lo que vio la sorprendió. Fuera, lejos de aquella superficie, descubrió una habitación con una cama, una estantería, un escritorio, una cómoda…, todo a escala de gigante, tres, veinte, cincuenta veces más grande que su pequeña ciudad.

Y luego apareció una chica, quién sabe si con su mismo nombre o con otro totalmente distinto, con su mismo rostro y su misma curiosidad. Como si pudiera entenderla, le dijo que su vida era un sueño, una bola de cristal transparente y su localidad un enclave de fantasía, de permanente bruma y nieve. Le contó que la envidiaba, que hubiera deseado cambiarse por ella. Como respuesta, Inés contempló su hallazgo largamente y, de pronto, se introdujo en aquellos ojos gigantes y, sin embargo, idénticos a los suyos. Se metió en su día a día, en la belleza de los prados y bosques que existían afuera, en el dorado sol y el cielo índigo. No obstante, no pudo soportar la tristeza del mundo, su desigualdad.

Llegó a la conclusión de que su vida no era perfecta, ni mucho menos, pero siempre podría colorear con contrastes aquella cúpula gris que la rodeaba para romper la rutina. Sintió lástima por su gemela. Vivía en un sitio tan grande que nadie se escuchaba ni a sí mismo.

Entonces Inés apartó la vista. Miró hacia el cielo, del que caían copiosos copos de nieve. Todo sucedía igual y, sin embargo, diferente, pues para romper la rutina hay que tener iniciativa y preguntarse por lo desconocido.

Cuando llegó a su casa se llevó una reprimenda. Sonrió.