II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Su dolor

Silvia Corbella, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

    Las gotas de agua caían del tejado y de su pelo. Con los pies balanceándose sobre el muelle, dejaba que la lluvia entrara por su boca abierta. Se mezclaban el olor a mojado, pescado y soledad, aplastándola. Más allá del faro, los barcos se afanaban en llegar a puerto. Pasado el rompeolas no había peligro. Frágiles haces de sol se escapaban de entre las nubes. Breves espasmos recorrían su cuerpo, de frío y angustia. No sabía cuanto tiempo llevaba allí, aunque era el suficiente para saber lo que dirían en casa.

    Decidida, con las piernas entumecidas, se levantó con dificultad y empezó a correr. El empedrado de la calle le hacía daño a los pies y dando saltos intentaba no caer en los charcos. Mientras corría, las calles se le antojaban más negras que de costumbre, Sin dejar de mirar al suelo, dejó atrás el muelle. El sonido de las campanas empezó a dejarse de oír justo cuando llegó. Golpeó nerviosa la puerta con los nudillos. “Por favor… Rápido...”

    Con curiosidad se fijó en la corona de flores que colgaba de la puerta. Le daba un aspecto impotente y triste al edificio. Cualquiera se daría cuenta de lo que significaba para aquella casa.

    Oyó unos pasos conocidos que se acercaban. Con miedo metió sus manos en el bolsillo, después las colocó detrás de la espalda y, finalmente, indecisa, las juntó.

    Abrió una mujer. Iba vestida toda de negro, color que no le favorecía. Era guapa, pero grandes ojeras le enmarcaban los ojos. No movió la boca, convertida en una fina línea severa. “Mírame…, sólo esta vez. Por favor, mamá. Mírame a los ojos y dime que todo esto ha sido una pesadilla.”

    -Llegas tarde.

    -Sí.

    -¿Por dónde andabas? Tu padre estaba preocupado.

    -He ido al muelle y se me ha pasado el tiempo.

     -Será eso. Pasa, dale a María la ropa mojada y, después, sube a cambiarte. Te he dejado la ropa preparada encima de la silla.

    Entró rápidamente en la casa, y con una toalla se limpió los pies llenos de barro. No se atrevía a mirarla a los ojos, sabía lo que vería reflejado en ellos. Todo estaba extrañamente silencioso. El hueco que él había dejado era demasiado grande; sobraba espacio.

    Sin darse tiempo a pensarlo subió las escaleras de dos en dos, con falsa alegría. La lluvia repiqueteaba contra la ventana de su habitación. Dirigió una mirada a su alrededor: la ropa, tal como le había dicho su madre, estaba colocada encima de la silla, al lado de la vieja guitarra. Con suavidad punteó las cuerdas del instrumento. Sus dedos mojados se deslizaban mejor que nunca. Cerró los ojos. Todo negro.

    -Ana María, baja!

***

    En el asiento trasero del coche iba pensando en lo que le diría. En cómo reaccionaría. No había parado de llover y el parabrisas trabajaba frenético. Le empezó a temblar la barbilla. “No debo llorar”. Cerró los ojos e intentó dejar la mente en blanco. Cualquier movimiento traía un reflejo doloroso. Se giró de golpe; el campanario, alzándose en medio de las casas, se hacía a cada segundo más pequeño. El coche patinó, la carretera estaba llena de pequeños ríos de agua. Si hacia frío por la noche, se convertirían en resbaladizas capas de hielo, y sería completamente imposible regresar al pueblo. No valía la pena intentarlo, ese fin de semana algunos vecinos habían hecho caso omiso a las recomendaciones… “Te dijimos que te quedaras, ¡pero tú y ese estúpido orgullo! Decías que no te iba a pasar nada…”

***

    Hundida en la silla del hospital, dejó que transcurrieran los minutos. Dejaba que la meciese el ruido acompasado de las máquinas, como si de una canción de cuna se tratara. El sopor la envolvía, sus párpados se dejaron caer…

    -Despierta. Nos vamos.

     -¿Cómo?

     -Rápido. A tu padre no le gusta conducir de noche.

     -Pero, si aun no le he visto…

     -Vámonos. Otro día. Mañana seguramente…

     -Por favor...

***

    Apoyó la frente en el cristal frío. Al notar su contacto, una sensación extraña le recorrió el cuerpo. Poco a poco se fue acostumbrando a la tenue claridad que se filtraba por una rendija situada debajo de la puerta. Se encendió de repente la luz eléctrica, vacilante y tímida, con aire de abandono y tristeza. Sólo consiguió verle fugazmente la cara. Los ojos, antaño llenos de vida, estaban cerrados; la mano flácida. Los médicos poco habían podido hacer. Su corazón no había resistido el impacto.

    Casi con desesperación, sintió la llamada de la vida a oleadas. Sintió una emoción dolorosa. Esperaba anhelante un milagro. Lloró, como nunca lo había hecho.