XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Su segunda oportunidad
Ariadna Dalmau, 14 años
Colegio La Vall (Barcelona)
Leah tocó el timbre de la casa que fue su hogar. Haber vuelto allí le mantenía en un estado de tensión. Una ráfaga de viento le revolvió la melena, y con brusquedad se apartó el cabello de la cara. Le hubiese gustado que su regreso fuera una segunda oportunidad, para dejar atrás el rencor y perdonar los malos momentos; una manera de volver a empezar. Pero era consciente de que los sueños nunca dejan de ser sueños, y de que la realidad era muy distinta a lo que hubiese deseado.
Cuando se abrió la puerta, supo que ya no había vuelta atrás.
La recibió un hombre con barba, de pelo canoso, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño y las pupilas dilatadas, quizás por el consumo de alguna droga. En su mano llevaba una cerveza. Leah suspiró: su padre se negaba a aprender que combinar drogas y alcohol podía matarlo. Él se quedó sorprendido mientras ella mantenía el semblante serio. A Leah se le erizó la piel, no tuvo claro si por el viento o por aquella presencia.
Se mantuvieron en silencio durante dos largos minutos, sin apartar la mirada el uno del otro. Ella no sabía qué decirle. Cuanto más lo miraba, más recuerdos le llegaban, con nitidez a pesar de los años transcurridos. Notó que se le obstruía el paso del aire a sus pulmones y que se le humedecían los ojos. Se sentía incómoda por mostrarse vulnerable ante aquel hombre que parecía insensible, así que giró sobre los talones, decidida a marcharse por donde había venido.
«Ha sido una pésima idea», se recriminó. «Las segundas oportunidades no existen».
—Espera —dijo el hombre con un tono áspero.
A Leah le sorprendió que su padre siguiera actuando así, como si manifestar los sentimientos fuera una pérdida de tiempo. La relación entre ambos estaba ayuna de amor. Tarde se dio cuenta de que su padre se equivocaba, porque ella sí que lo quería. Desde la adolescencia, su vida giraba en torno al deseo de que se sintiese orgulloso de ella.
—¿Qué pasa contigo? —le gritó Leah.
Para aquella visita había puesto todo su esfuerzo por estar a la altura. En ese momento le volvía la frustración por no haberlo conseguido. Le embargaba la tristeza de lo lejos que se sentía de su padre, y la rabia de tenerlo allí, tan cerca.
Alzó la mirada y contempló ese par de ojos rojizos. En la mirada del viejo percibió confusión.
—¿Te conozco...? —preguntó el hombre con cautela.
Leah se quedó sorprendida. Aunque su relación se hubiese roto, jamás habría pensado que llegaría a olvidarla.
—Mira, no sé quién eres –prosiguió–, pero creo que tú sí sabes quién soy yo. Por favor, acompáñame; necesito que me ayudes.
Entraron en la casa. Las paredes estaban mal pintadas de un blanco que en algunos rincones se había cuarteado, mostrando el color de la madera. Leah pensó que su padre parecía más alegre de lo habitual. Aunque tomó una jarra de cerveza, no le dio un solo trago en el tiempo que duró aquella visita.
La condujo a su habitación. Allí había una pizarra con muchas palabras escritas. Hacía tiempo que ella no leía alemán, pero, si no se equivocaba, enunciaban –en mayúsculas y a gran tamaño– una rutina a seguir: cuando irse a dormir, qué comer.
Su padre tenía alzhéimer. Y Leah pensó que al fin aparecía la oportunidad de rehacer lo que había creído irreparable.