III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Sueños que sustituyen
la realidad

María Blanco, 15 años

                 Colegio Alcazarén, Valladolid

    Emma no era una muchacha mala, pero vivía desde niña presa de los sueños tejidos por su imaginación: ardía en deseos de aventuras que le permitiesen evadirse de la aburrida cotidianidad. Por eso, cuando Charles le pidió en matrimonio aceptó inmediatamente. No porque le quisiera, sino porque el matrimonio, tal vez, fuese la aventura que le sacase de la mediocridad, del aburrimiento de la granja en que vivía. Pero, ¿quién era Charles para ella? Un don nadie, un pobre médico rural que ella pretendía transformar en un príncipe encantado. No le amaba porque ella sólo amaba su propio fantasma.

La desilusión no tardó en llegar, porque todos los espejismos acaban por evaporarse. «¿Cómo? Pero, ¿no es más que esto?», se repetía en los primeros meses de matrimonio. Emma había soñado un viaje de novios sin fin, pero los fabulosos paisajes de sus sueños quedaron pronto sustituidos por la realidad cotidiana. Y la soñadora, que antes veía a Charles como el hombre perfecto, ahora sólo encontraba en él sus defectos. Empezó a odiarle por todas esas pequeñeces. Todo se le volvió insoportable.

    Si Emma hubiera amado de veras a Charles, la ternura hubiera corrido un velo sobre estos pequeñas limitaciones de su marido. Pero Emma no amaba. Y casi se alegró al comprobar los defectos de Charles, pues le permitían justificar su desilusión, la amargura que le comenzaba a invadir.

     Gracias a una operación quirúrgica practicada por Charles, por un momento pareció que iba a convertirse en un hombre importante. Emma se volvió a ilusionar, imaginándose que el mundo la relacionaría con una celebridad. Pero el fracaso de su marido aumentó su repugnancia hacia él. ¿Tal vez la maternidad cambiará las cosas? Emma no podía ya dejar de ser como era y también la llegada de su hija se redujo a algo pintoresco: ya tenia una muñeca con la que jugar, a la que vestir, a la que mimar. Y así, mientras Charles se volvía más humano cuando se acercaba a la cuna de su hija, Emma seguía encerrada en sus sueños personales.

     La separación de su marido se hacia inevitable. La que había fracasado en el amor matrimonial, fracasaría también en el amor adúltero, porque ni León, primero, ni Rodolfo, después, lograron darle lo que no le dio Charles. En realidad, tras la farsa vivida junto a ellos, cuando se le pasó la emoción del descubrimiento prohibido, le cubrió el vacío, la sordidez de ese falso amor. La realidad, antes o después, cobró su factura, y quien no supo vivir la de cada día, se daba ahora de bruces con la realidad de un fracaso irremediable. A Emma no le faltaba más que descender al triste desenlace del suicidio.

    Este breve resumen de la novela Madame Bovary, de Flaubert, viene al caso porque el mundo está lleno de personajes semejantes a Emma Bovary. Hay cientos de hombres y mujeres que se hunden en la amargura porque no han tenido el coraje de asumir la realidad y han preferido refugiarse en sus sueños. Son, tal vez, almas que pudieron ser grandes: estaban llenas de ilusiones y esperanzas, pero no quisieron aceptar que la esperanza se construye con el trabajo diario, con la pequeña lucha de cada hora. Fueron, progresivamente, convirtiendo la esperanza en ilusión, la ilusión en sueño, el sueño en vagabundeos mentales que les permitían vivir una película de cine que poco tenía que ver con su vida.

    Mejor que cumplir sus deberes, nadan con la imaginación en sus caprichos. Y la vida se les va llenando de nostalgias primero, de vacío después; luego de repugnancia hacia cuanto les rodea, al final de rencor contra sí mismos y contra la vida misma, «que no les da aquellos sueños que creían merecer». Se engañan a sí mismas. Pero no logran burlar a la realidad, que sigue acechando al borde mismo de sus sueños, por más que echen la culpa de sus fracasos a los lugares en los que viven, a su «mala suerte» en la elección del cónyuge o del empleo, a las circunstancias que «les impiden “realizarse”».

La felicidad tiene que construirla cada uno entregándose al amor, un amor que es generosidad, paciencia, respeto a los demás, olvido de sí mismo. Cuando prescindimos de todo esto, acabamos adorando una estatua de papel.