XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

Supersticiones

Mateo Maldonado, 14 años

Colegio El Prado (Madrid) 

—Toquemos madera, Rocío —podría haberle dicho mi padre a mi madre.

—Tengo un poco de miedo por la coincidencia —podría haberle replicado ella.

—Todo va a salir bien; ya verás.

Era martes trece. Fue entonces cuando nací. Por aquella época, mucha gente era supersticiosa. No es que mis padres lo fueran, pero preferían evitar a toda costa las «situaciones peligrosa». Con «situaciones peligrosas» me refiero a aquellas que conllevaran el preludio de la mala suerte.

La lista era extensa: derramar la sal en la mesa, ver una gato negro, pasar por debajo de una escalera, vestir de amarillo, levantarse con el pie izquierdo… Afortunadamente, mi familia también creía que existen aquellas que dan buena suerte: soplar una pestaña caída, apagar de una sola vez todas las velas de una tarta, tocar madera, cruzar los dedos…

Poco después se convencieron de que las supersticiones no tienen nada de cierto. No son más que creaciones humanas que se aprovechan de nuestra debilidad psíquica. Las hay comerciales, como las galletas de la suerte, los dados que algunos cuelgan del retrovisor del coche…, así como aquellas que se han formado después de muchas coincidencias. Por ejemplo, si varias personas vestidas de amarillo han sufrido una desgracia, ¿significa que ese color en la ropa depara la desgracia? Por supuesto que no.

Ahora se habla mucho del karma, creencia central en el hinduismo, budismo, jainismo y espiritualismo. Poco a poco se ha adaptado a Occidente como una superstición más: si hacemos un acto malo, su energía nos devolverá una especie de venganza. Es similar a la mala suerte, pero camuflada para parecer algo serio. Por supuesto, no critico a las religiones antedichas, sino la superstición de los occidentales.

Después de todo, nací un martes trece, lo que me sirve para bromear, pues no me van mal las cosas. Al fin y al cabo, las supersticiones no son más que creencias sin un fundamento racional.

Y, por cierto, mi familia ya no es supersticiosa, aunque procuremos todos levantarnos con el pie derecho.